Evangelio: Marcos 14, 1—15, 47
Faltaban dos días para la fiesta de la Pascua y de los Panes sin levadura, y los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley andaban
buscando el modo de tender una trampa a Jesús para prenderlo y matarlo. Decían, sin embargo:
—No lo hagamos durante la fiesta, a fin de evitar una alteración del
orden público.
Estaba Jesús en Betania, en casa de un tal Simón, a quien llamaban el leproso. Mientras se hallaba sentado a la mesa, llegó una mujer que llevaba en un frasco de alabastro un perfume de nardo auténtico y muy valioso. Rompió el frasco y vertió el perfume sobre la cabeza de Jesús. Molestos por ello, algunos comentaban entre sí: «¿A qué viene tal derroche de perfume? Podía haberse vendido este perfume por más de trescientos denarios y haber entregado el importe a los pobres». Así que murmuraban contra aquella mujer.
Pero Jesús les dijo: —Déjenla. ¿Por qué la molestan? Lo que ha hecho conmigo es bueno. A los pobres los tendrán siempre entre ustedes y podrán hacerles todo el bien que ustedes quieran; pero a mí no me tendrán siempre.
Ha hecho lo que estaba en su mano preparando por anticipado mi cuerpo para el entierro. Les aseguro que, en cualquier lugar del mundo donde se anuncie la buena noticia, se recordará también a esta mujer y lo que hizo.
Entonces Judas Iscariote, uno de los doce discípulos, fue a hablar con los jefes de los sacerdotes para entregarles a Jesús. Ellos se alegraron al oírlo y prometieron darle dinero a cambio. Así que Judas comenzó a buscar una oportunidad para entregarlo.
El primer día de los Panes sin levadura, cuando se sacrificaba el cordero de Pascua, los discípulos le preguntaron a Jesús:
—¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?
Jesús envió a dos de sus discípulos diciéndoles:
—Vayan a la ciudad y encontrarán a un hombre que lleva un cántaro de agua. Síganlo y, allí donde entre, díganle al dueño de la casa: «El
Maestro dice: ¿Cuál es la estancia donde voy a comer la Pascua con mis discípulos?». Él les mostrará en el piso de arriba una sala amplia,
ya dispuesta y arreglada. Prepárenlo todo allí para nosotros.
Losdiscípulos salieron y fueron a la ciudad, donde encontraron todo como Jesús les había dicho. Y prepararon la cena de Pascua.
Al anochecer llegó Jesús con los Doce, se sentaron a la mesa y, mientras estaban cenando, Jesús dijo:
—Les aseguro que uno de ustedes va a traicionarme. Uno que está comiendo conmigo.
Se entristecieron los discípulos y uno tras otro comenzaron a preguntarle:
—¿Acaso seré yo, Señor?
Jesús les dijo:
—Es uno de los Doce; uno que ha tomado un bocado de mi propio plato. Es cierto que el Hijo del hombre tiene que seguir su camino,
como dicen de él las Escrituras. Sin embargo, ¡ay de aquel que traiciona al Hijo del hombre! Mejor le sería no haber nacido.
Durante la cena, Jesús tomó pan, bendijo a Dios, lo partió y se lo dio
diciendo:
—Tomen, esto es mi cuerpo.
Tomó luego en sus manos una copa, dio gracias a Dios y la pasó a sus discípulos. Y bebieron todos de ella. Él les dijo:
—Esto es mi sangre, la sangre de la alianza, que va a ser derramada en favor de todos. Les aseguro que no volveré a beber de este fruto de
la vid hasta el día aquel en que beba un vino nuevo en el reino de Dios.
Cantaron después el himno y salieron hacia el monte de los Olivos.
Jesús les dijo:
—Todos me van a abandonar, porque así lo dicen las Escrituras: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas. Pero después de mi resurrección iré delante de ustedes a Galilea.
Pedro le dijo:
—¡Aunque todos te abandonen, yo no te abandonaré!
Jesús le contestó:
—Te aseguro que hoy, esta misma noche, antes de que el gallo cante por segunda vez, tú me habrás negado tres veces.
Pedro insistió, asegurando:
—¡Yo no te negaré, aunque tenga que morir contigo!
Y lo mismo decían todos los demás.
Llegados al lugar llamado Getsemaní, Jesús dijo a sus discípulos:
—Quédense aquí sentados mientras yo voy a orar.
Se llevó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y comenzó a sentirse atemorizado y angustiado. Les dijo:
—Me está invadiendo una tristeza de muerte. Quédense aquí y manténganse vigilantes.
Se adelantó unos pasos más y, postrándose en tierra, oró pidiéndole a Dios que, si era posible, pasara de él aquel trance. Decía:
—¡Abba, Padre, todo es posible para ti! Líbrame de esta copa de amargura; pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú.
Volvió entonces y, al encontrar dormidos a los discípulos, dijo a Pedro:
—Simón, ¿duermes? ¿Ni siquiera has podido velar una hora? Manténganse vigilantes y oren para que no desfallezcan en la prueba. Es
cierto que tienen buena voluntad, pero les faltan las fuerzas.
Otra vez se alejó de ellos y oró diciendo lo mismo. Regresó de nuevo a donde estaban los discípulos y volvió a encontrarlos dormidos,
pues tenían los ojos cargados de sueño. Y no supieron qué contestarle. Cuando volvió por tercera vez, les dijo:
—¿Aún siguen durmiendo y descansando? ¡Ya basta! Ha llegado la hora: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de pecadores.
Levántense, vámonos. Ya está aquí el que me va a entregar.
Todavía estaba Jesús hablando cuando se presentó Judas, uno de los Doce. Venía acompañado de un tropel de gente armada con espadas y garrotes, que habían sido enviados por los jefes de los sacerdotes, los maestros de la ley y los ancianos. Judas, el traidor, les había dado esta contraseña:
—Aquel a quien yo bese, ese es. Aprésenlo y llévenselo bien sujeto.
Al llegar, se acercó enseguida a Jesús y le dijo:
—¡Maestro!
Y lo besó. Los otros, por su parte, echando mano a Jesús, lo apresaron. Uno de los que estaban con él sacó la espada y, de un golpe, le
cortó una oreja al criado del sumo sacerdote. Jesús, entonces, tomó la palabra y les dijo:
—¿Por qué han venido a arrestarme con espadas y garrotes como si fuera un ladrón? Todos los días he estado entre ustedes enseñando
en el Templo, y no me han arrestado. Pero así debe ser para que secumplan las Escrituras.
Y todos los discípulos lo abandonaron y huyeron. Un muchacho, cubierto solo con una sábana, iba siguiendo a Jesús. También quisieron
echarle mano; pero él, desprendiéndose de la sábana, huyó desnudo.
Llevaron a Jesús ante el sumo sacerdote; y se reunieron también todos los jefes de los sacerdotes, los ancianos y los maestros de la ley.
Pedro, que lo había seguido de lejos hasta la mansión del sumo sacerdote, se sentó con los criados a calentarse junto al fuego. Los jefes
de los sacerdotes y el pleno del Consejo Supremo andaban buscando un testimonio contra Jesús para condenarlo a muerte; pero no lo
encontraban porque, aunque muchos testificaban falsamente contra él, sus testimonios no concordaban. Algunos se levantaron y testificaron en falso contra Jesús, diciendo:
—Nosotros lo hemos oído afirmar: «Yo derribaré este Templo obra de manos humanas y en tres días construiré otro que no será obra
humana».
Pero ni aun así conseguían hacer coincidir los testimonios. Poniéndose, entonces, de pie en medio de todos, el sumo sacerdote preguntó a Jesús:
—¿No tienes nada que alegar a lo que estos testifican contra ti?
Pero Jesús permaneció en silencio, sin contestar ni una palabra. El sumo sacerdote insistió preguntándole:
—¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?
Jesús respondió:
—Sí, lo soy. Y ustedes verán al Hijo del hombre sentado junto al Todopoderoso y que viene entre las nubes del cielo.
Al oír esto, el sumo sacerdote se rasgó las vestiduras y exclamó:
—¿Para qué necesitamos más testimonios? ¡Ya han oído su blasfemia! ¿Qué les parece?
Todos juzgaron que merecía la muerte. Algunos se pusieron a escupirle y, tapándole la cara, lo golpeaban y le decían:
—¡A ver si adivinas!
Y también los criados le daban bofetadas.
Entre tanto, Pedro estaba abajo, en el patio de la casa. Llegó una criada del sumo sacerdote y, al ver a Pedro calentándose junto al fuego,
lo miró atentamente y dijo:
—Oye, tú también estabas con Jesús, el de Nazaret.
Pedro lo negó, diciendo:
—Ni sé quién es ese ni de qué estás hablando.
Y salió al vestíbulo. Entonces cantó un gallo. La criada lo volvió a ver y dijo de nuevo a los que estaban allí:
—Este es uno de ellos.
Pedro lo negó otra vez. Poco después, algunos de los presentes insistieron dirigiéndose a Pedro:
—No cabe duda de que tú eres de los suyos, pues eres galileo.
Entonces él comenzó a jurar y perjurar:
—¡No sé quién es ese hombre del que ustedes hablan!
Al instante cantó un gallo por segunda vez y Pedro se acordó de que Jesús le había dicho: «Antes que cante el gallo dos veces, me habrás
negado tres veces». Y se echó a llorar.
Al amanecer, habiéndose reunido a deliberar los jefes de los sacerdotes, junto con los ancianos, los maestros de la ley y el Consejo Supremo en pleno, llevaron atado a Jesús y se lo entregaron a Pilato.
Pilato le preguntó:
—¿Eres tú el rey de los judíos?
Jesús le contestó:
—Tú lo dices.
Los jefes de los sacerdotes no dejaban de acusarlo; así que Pilato le preguntó otra vez:
—¿No respondes nada? ¡Mira cómo te están acusando!
Pero Jesús no contestó, de manera que Pilato se quedó extrañado.
En la fiesta de la Pascua, Pilato concedía la libertad a un preso, el que le pidieran. Había entonces un preso llamado Barrabás que, junto con
otros sediciosos, había cometido un asesinato en un motín. Cuando llegó la gente y se pusieron a pedir a Pilato que hiciera como tenía por
costumbre, Pilato les contestó:
—¿Quieren que les ponga en libertad al rey de los judíos?
Pues se daba cuenta de que los jefes de los sacerdotes se lo habían entregado por envidia. Pero estos incitaron a la gente para que les
soltara a Barrabás. Pilato les preguntó de nuevo:
—¿Y qué quieren que haga con el que ustedes llaman rey de los judíos?
Ellos gritaron:
—¡Crucifícalo!
Pilato preguntó:
—Pues ¿cuál es su delito?
Pero ellos gritaban más y más:
—¡Crucifícalo!
Entonces Pilato, queriendo contentar a la gente, ordenó que pusieran en libertad a Barrabás y les entregó a Jesús para que lo azotaran y lo
crucificaran.
Los soldados llevaron a Jesús al interior del palacio, es decir, al pretorio. Reunieron allí a toda la tropa, le pusieron un manto de púrpura y
una corona de espinas en la cabeza, y empezaron a saludarlo:
—¡Viva el rey de los judíos!
Le golpeaban la cabeza con una caña, le escupían y, poniéndose de rodillas ante él, le hacían reverencias. Después de haberse burlado
de él, le quitaron el manto de púrpura, lo vistieron con su propia ropa y lo sacaron de allí para crucificarlo.
Y a uno que pasaba por allí al volver del campo, a un tal Simón, natural de Cirene, padre de Alejandro y Rufo, lo obligaron a cargar con la cruz
de Jesús. Llevaron a Jesús a un lugar llamado Gólgota, que significa lugar de la Calavera. Allí le dieron vino mezclado con mirra, pero él lo
rechazó. A continuación lo crucificaron y los soldados se repartieron sus ropas echándolas a suertes, para ver con qué se quedaba cada
uno. Eran las nueve de la mañana cuando lo crucificaron. Y había un letrero en el que estaba escrito el motivo de la condena: «El rey de los
judíos». Al mismo tiempo que a Jesús, crucificaron a dos ladrones, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura que
dice: Fue incluido entre los criminales.
Los que pasaban lo insultaban y, meneando la cabeza, decían:
—¡Eh, tú que derribas el Templo y vuelves a edificarlo en tres días:
sálvate a ti mismo bajando de la cruz!
De igual manera los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley se burlaban de él diciéndose unos a otros:
—Ha salvado a otros, pero no puede salvarse a sí mismo. ¡Que baje
ahora mismo de la cruz ese mesías, ese rey de Israel, para que lo veamos y creamos en él!
Los otros que estaban crucificados junto a él también lo llenaban de insultos.
Al llegar el mediodía, la tierra entera quedó sumida en oscuridad hasta las tres de la tarde. A esa hora Jesús gritó con fuerza:
—¡Eloí, Eloí! ¿lemá sabaqtaní? (que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»).
Lo oyeron algunos de los que estaban allí y comentaron:
—Miren, está llamando a Elías.
Uno de ellos fue corriendo a empapar una esponja en vinagre, y con una caña se la acercó a Jesús para que bebiera, diciendo:
—Dejen, a ver si viene Elías a librarlo.
Pero Jesús, lanzando un fuerte grito, murió.
Entonces la cortina del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El comandante de la guardia, que estaba frente a Jesús, al ver cómo
había muerto, dijo:
—¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!
Había también algunas mujeres contemplándolo todo desde lejos.
Entre ellas se encontraban María Magdalena, María la madre de Santiago el Menor y de José, y Salomé; eran las que, cuando Jesús estaba en Galilea, lo habían seguido y atendido. Y había también otras muchas que habían venido con él a Jerusalén.
Ya al atardecer, como era el día de la preparación, esto es, la víspera del Sábado, José de Arimatea, miembro distinguido del Consejo, que
esperaba también el reino de Dios, se presentó valerosamente a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato, extrañado de que ya hubiera
muerto, mandó llamar al comandante de la guardia para preguntarle si efectivamente había muerto ya. Debidamente informado por el comandante, Pilato mandó entregar el cuerpo a José. Este lo bajó de la cruz, lo envolvió en una sábana que había comprado y lo puso en un
sepulcro excavado en la roca. Después hizo rodar una piedra, cerrando con ella la entrada del sepulcro. María Magdalena y María la madre
de José miraban dónde lo ponía.
Reflexión:
En el umbral de la Semana Santa nada parece más adecuado que aclarar el por qué y para qué de todo lo que celebramos en estos días. Envueltos en la “cultura” del espectáculo -que hace del hombre más espectador que protagonista- nos vemos expuestos al peligro de considerar desde esta perspectiva la realidad de la obra de Dios en Cristo, que, ciertamente, fue espectacular por su hondura y verdad, pero no fue un espectáculo. En unos días en que los templos abren sus puertas,y las calles, mitad museos y mitad iglesias, se convierten en un espacio y exposición singular de arte y religiosidad, ¿cuántos nos detenemos a
pensar que “todo eso” fue por nosotros, y no porque sí? Es verdad que no faltan quienes interpretan reductivamente la vida y muerte de Jesús, prescindiendo de esta referencia -por nosotros-. Puede que esa sea una lectura “neutral”, pero, ciertamente, no es una lectura “inspirada”. Porque, si es cierto que la muerte de Jesús tuvo unas motivaciones lógicas (su oposición a ciertos estamentos y planteamientos de la sociedad de su tiempo que se vieron amenazos por su predicación y su comportamiento), también lo es, sobre todo, que no estuvo desprovista de motivaciones teológicas. El mismo Jesús temió esta tergiversación o reducción y avanzó unas claves obligadas de lectura. Jesús previó su muerte, la asumió, la protagonizó y la interpretó para que no le arrancaran su sentido,
para que no la instrumentalizaran ni la tergiversaran. La Semana Santa, a través de su liturgia y de las manifestaciones de la religiosidad popular, debe contribuir a reconocer e interiorizar con gratitud el amor de Dios en nuestro favor manifestado en Cristo, y a anunciarlo con responsabilidad, concretándolo en el amor fraterno. Si nos desconectamos, o no nos sentimos afectados por su muerte y resurrección quedaremos suspendidos en un vertiginoso vacío. Si no vivimos y no vibramos con la verdad más honda de la Semana Santa, las celebraciones de estos días podrán no superar la condición de un “pasacalles” piadoso. Si, por el contrario, nos
reconocemos destinatarios preferenciales de esa opción radical de amor, directamente afectados e implicados en ella, hallaremos la serenidad y la audacia suficientes para afrontar las alternativas de la vida con entidad e identidad cristianas. La Semana Santa no puede ser solo la evocación de la Pasión de Cristo; esto es importante, pero no es suficiente. La Semana Santa debe ser una provocación a renovar la pasión por Cristo. Celebrar la Pasión de Cristo no debe llevarnos solo a considerar hasta dónde nos amó Jesús, sino a preguntarnos hasta dónde le amamos nosotros. ¡Todo transcurre en tan breve espacio de tiempo! De las palmas, a la cruz; del“Hosanna”, al “Crucifícalo”… A veces uno tiene la impresión de que no disponemos de tiempo -o no dedicamos tiempo- para asimilar las cosas. Deglutimos pero no degustamos, consumimos pero no asimilamos la riqueza litúrgica de estos días y la profundidad de sus símbolos, muchas
veces banalizados y comercializados. Convertida en Semana de “interés turístico”, “artístico” o “gastronómico”, ¿quién la reivindica como de “interés religioso”? Y, sin embargo, este su auténtico interés. La Semana Santa es una semana para hacerse preguntas y para buscar respuestas. Para
abrir el Evangelio y abrirse a él. Para releer el relato de la Pasión y ver en qué escena, en qué momento, en qué personaje me reconozco… La Semana Santa debe llevarnos a descubrir los espacios donde hoy Jesús sigue siendo condenado, violentado y crucificado, y donde son necesarios “cirineos” y “verónicas” que den un paso adelante para enjugar y aliviar su sufrimiento y soledad.