Jueves 2ª Semana Ordinario 4ª de Salterio

San Ildefonso

Primera lectura: Heb 7,25-8,6;

De ahí que puede salvar definitivamente a los que se acercan a Dios por medio de él, pues vive siempre para interceder a favor de ellos.
Y tal convenía que fuese nuestro sumo sacerdote: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo.
Él no necesita ofrecer sacrificios cada día como los sumos sacerdotes, que ofrecían primero por los propios pecados, después por los del pueblo, porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo.
En efecto, la ley hace sumos sacerdotes a hombres llenos de debilidades. En cambio, la palabra del juramento, posterior a la ley, consagra al Hijo, perfecto para siempre.
Esto es lo principal de todo el discurso: Tenemos un sumo sacerdote que está sentado a la derecha del trono de la Majestad en los cielos, y es ministro del Santuario y de la Tienda verdadera, construida por el Señor y no por un hombre.
En efecto, todo sumo sacerdote está puesto para ofrecer dones y sacrificios; de ahí la necesidad de que también Jesús tenga algo que ofrecer.
Ahora bien, si estuviera en la tierra, ni siquiera sería sacerdote, habiendo otros que ofrecen los dones según la ley.
Estos sacerdotes están al servicio de una figura y sombra de lo celeste, según el oráculo que recibió Moisés cuando iba a construir la Tienda:
«Mira», le dijo Dios, «te ajustarás al modelo que te fue mostrado en la montaña».
Mas ahora a Cristo le ha correspondido un ministerio tanto más excelente cuanto mejor es la alianza de la que es mediador: una alianza basada en promesas mejores.


Salmo: Sal 39,7-10.17

R/. Aquí estoy, Señor, para hacer tu Voluntad.

Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y, en cambio, me abriste el oído; no pides holocaustos ni sacrificios expiatorios; entonces yo digo: «Aquí estoy». R/.

«-Como está escrito en mi libro- para hacer tu voluntad. Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en las entrañas».  R/.

He proclamado tu justicia ante la gran asamblea; no he cerrado los labios, Señor, Tú lo sabes. R/.

Alégrense y gocen contigo todos los que te buscan; digan siempre: «Grande es el Señor», los que desean tu salvación. R/


Evangelio: Mc 3,7-12.

En aquel tiempo, Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del mar y lo siguió una gran muchedumbre de Galilea.
Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente de Judea, Jerusalén, Idumea, Transjordania y cercanías de Tiro y Sidón.
Encargó a sus discípulos que le tuviesen preparada una barca, no lo fuera a estrujar el gentío.
Como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo.
Los espíritus inmundos, cuando lo veían, se postraban ante él y gritaban: «Tú eres el Hijo de Dios».
Pero él les prohibía severamente que lo diesen a conocer.


Reflexión:

El país se había puesto en pie tras de Jesús. Desde más allá de las fronteras del judaísmo -Tiro y Sidón - acuden seducidos “por lo que hacía”. Los espíritus impuros también lo reconocen, pero una vez más son silenciados: su testimonio no es el que puede conducir a la fe. La escena narra la jornada “laboral” de Jesús, y sirve para encuadrar el relato de la elección de los Doce. Jesús había sido ya presentado por el Bautista, por el Padre, y por sus propias obras. Ante  él se habían decantado la oficialidad judía, y lo habían hecho en contra, y también la gente sencilla, a favor, entre la que destaca un grupo de discípulos, algunos nominados -Simón, Andrés, Santiago, Juan y Leví-; de ese grupo elegirá a los Doce. ¿Nos moviliza Jesús?


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