Domingo de Pentecostés

San Pedro Celestino

Primera lectura: Hechos 2, 1-11

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles
Al llegar el día de Pentecostés continuaban todos reunidos en el mismo sitio. De pronto, un estruendo que procedía del cielo y avanzaba como un huracán invadió la casa en que estaban congregados. Vieron luego una especie de lenguas de fuego que se repartían y se posaban sobre cada uno de ellos. El Espíritu Santo los llenó a todos, y enseguida se pusieron a hablar en distintos idiomas según el Espíritu Santo les concedía expresarse.
Se hallaban entonces hospedados en Jerusalén judíos devotos llegados de todas las regiones de la tierra, los cuales, al oír el estruendo,
acudieron en masa y quedaron perplejos, pues cada uno oía hablar a los apóstoles en su idioma nativo. Tan estupefactos y maravillados estaban, que decían:
—¿No son galileos todos los que están hablando? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oímos expresarse en nuestro propio idioma nativo?
Entre nosotros hay partos, medos y elamitas; los hay que residen en Mesopotamia, en Judea y Capadocia, en el Ponto, en la provincia de Asia, en Frigia y en Panfilia, en Egipto y en la región de Libia que limita con Cirene; hay visitantes romanos, hay judíos y prosélitos, cretenses y árabes. Pues bien, todos y cada uno los oímos referir, en nuestro propio idioma, las cosas portentosas de Dios.

 


Salmo: 103, 1ab y 24ac. 29bc-30. 31 y 34

R/. Envías tu aliento, Señor,
y renuevas la faz de la tierra.
¡Bendice, alma mía, al Señor!
Señor, Dios mío, qué grande eres;
¡Qué abundantes son tus obras, Señor!
La tierra está llena de tus criaturas. R/.
Si les quitas el aliento agonizan
y regresan al polvo.

Les envías tu aliento y los creas,
renuevas la faz de la tierra. R/.
Que la gloria del Señor sea eterna,
que el Señor se goce en sus obras.
Que mi poema le agrade,
que yo en el Señor me alegre. R/

 


Segunda lectura: Gálatas 5, 16-25

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Gálatas
Hermanos:
Los exhorto, pues, a que vivan de acuerdo con las exigencias del Espíritu y así no se dejarán arrastrar por desordenadas apetencias humanas. Porque las desordenadas apetencias humanas están en contra del Espíritu, y el Espíritu está en contra de tales apetencias. El antagonismo es tan irreductible, que les impide hacer lo que ustedes desearían. Pero si los guía el Espíritu, ya no están bajo el dominio de la ley.
Sabido es cómo se comportan los que viven sometidos a sus apetitos desordenados: son adúlteros, lujuriosos, libertinos, idólatras, supersticiosos; alimentan odios, promueven contiendas, se enzarzan en rivalidades, rebosan rencor; son egoístas, partidistas, sectarios, envidiosos, borrachos, amigos de orgías, y otras cosas por el estilo.
Ya se lo advertí a ustedes en su día y ahora vuelvo a hacerlo: esos tales no heredarán el reino de Dios.
En cambio, el Espíritu produce amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, lealtad, humildad y dominio de sí mismo. Ninguna ley existe en contra de todas estas cosas. Y no en vano los que pertenecen a Cristo Jesús han crucificado lo que en ellos hay de apetitos desordenados, junto con sus pasiones y malos deseos. Si, pues, vivimos animados por el Espíritu, actuemos conforme al Espíritu.

 


Evangelio: Juan 15, 26-27; 16, 12-15

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
—Cuando venga el Abogado que les enviaré a ustedes desde el Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, él dará testimonio
en mi favor. Y también ustedes serán mis testigos, pues no en balde han estado conmigo desde el principio.
Tendría que decirles muchas cosas más, pero no podrían entenderlas ahora. Cuando venga el Espíritu de la verdad, los guiará para que puedan entender la verdad completa. No hablará por su propia cuenta, sino que dirá únicamente lo que ha oído y les anunciará las cosas que han de suceder.
Él me honrará a mí, porque todo lo que les dé a conocer a ustedes lo recibirá de mí. Todo lo que el Padre tiene es también mío; por eso les he dicho que «todo lo que el Espíritu les dé a conocer, lo recibirá de mí»

 


Reflexión:

La muerte de Jesús había desconcertado a los discípulos; el miedo les atenazaba. Jesús se les presenta, como dador de la Paz y acredi tado por las señales de su pasión y muerte: el Resucitado es el Crucificado; la resurrección no elimina la cruz sino que la ilumina. Al verlo, los discípulos recuperan no solo la Paz sino la alegría (sin él no hay alegría ni paz verdaderas). Y Jesús, antes de marchar, les confía la tarea de proseguir la obra que le encomendó el Padre. Como él, la realizarán, con la ayuda del Espíritu, su don definitivo; y, como Él, esa misión tendrá como contenido principal anunciar y realizar la oferta misericordiosa de Dios: el perdón.
 


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