Afrontar el miedo
El miedo es siempre lo que más me escuece. Puede que se muestre en los rostros de una familia atendida por un grupo de acogida de la parroquia ante la incapacidad de calentar el bote de judías que les hemos entregado. O que sea un miedo más colectivo, el de una comunidad indígena por ejemplo cuando perciben que esa sociedad que les rodea es un monstruo que devora todas sus oportunidades, un monstruo que no comprenden, que no pueden domar.
Es terrible el miedo de la infancia desprotegida, la de aquellos que se ven crecer sin el cobijo, sin el cariño de quien debió ser “su ser querido de referencia”. Terrible el miedo de los mayores cuando se ven incapaces, solos y ajenos incluso a si mismos, cuando todo a su alrededor les recuerda que ya no son lo que fueron y que lo que serán irá alejándoles más y más de sus anhelos.
El miedo escuece porque paraliza, porque te juzga en tu incapacidad de servirle, de serle útil al otro. El miedo pone en evidencia la necesidad de tu figura para esa persona, esa figura del servidor social, el miedo pone de manifiesto tus limitaciones como profesional.
Ante el miedo no hay técnico que valga, el miedo anuda los saberes y se dirige a las cuencas de los ojos, muy adentro, hasta las entrañas.
Te interpela como ser humano y te pide que le mires al rostro y le ayudes a salir de la encrucijada. Olvidaros de lo que aprendisteis en la carrera… olvidaros de todo eso de ser profesionales de la ayuda, de ser asépticos ante el miedo o el dolor. No somos supositorios. El dolor del ser humano no puede ser tratado con protocolos. No hay receta ante el sufrimiento porque es tan diverso como diversas son las personas.
Cuando Labaka regresaba de sus primeros encuentros con las comunidades indígenas no se dirigía al consejo de misiones diciendo: “¡abracemos a los indios!”.
Contestaba con necesidades certeramente identificadas: necesitan legalizar tierras, necesitan paralizar la extracción de hidrocarburos en los afluentes del Cononaco… Que no se me malinterprete, creo en la técnica y en la profesionalidad de lo social de la misma manera que creo que hay técnica y profesionalidad en la química y la medicina.
Compasión y reconocimiento.
La pobreza solamente se puede mirar con compasión, desde el amor. Si no permitimos que el dolor del otro nos hiera, si no accedemos a que la realidad nos raje enteros, no abordaremos la importancia de nuestro papel con toda la responsabilidad que el otro se merece. Desde lo aséptico solamente proveeremos gasas, pero a veces hay que operar a corazón abierto, y ahí las gasas valen de bien poco. Sentir compasión es comprenderte como ser humano. Compasión, lo primero, compasión y en segundo lugar reconocimiento.
El abrazo solo no vale como respuesta porque el abrazo es un lugar común en la intervención con la pobreza. El abrazo sirve igual para atender a cualquiera, es la marca blanca que todo lo acepta. La respuesta de ayuda debe darse reconociendo al otro y sus verdaderos anhelos. Si logramos comprender la verdadera y particular dimensión que el miedo tiene para ese ser humano que tenemos delante, lograremos responder directamente al motivo de su miedo propio.
Ya lo dijo García Roca hace más de veinte años cuando quiso definir la solidaridad: un proceso que se da desde tres componentes: compasión, reconocimiento y universalidad.
Xabier Parra
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