Es que Francisco fue uno que dio la vuelta a las cosas, que las miró con otros ojos, desde otra perspectiva. No se puso en el lugar en el que nos ponemos todos y desde donde valoramos y juzgamos todos. Él encontró otro lugar, otra manera de mirar a las personas y a la creación. Y eso le llevó a un descubrimiento genial: encontró que toda la realidad era hermana. Y desde esa “vuelta” construyó toda su vida. Y, aunque tuvo momentos malos, el conjunto fue fenomenal, disfrutante, humano, deslumbrante.
Quizá sea necesaria una cierta dosis de ingenuidad, un valor que se valora poco, pero que puede dar muy buenos resultados. Ser ingenuo no es ser tonto. Es tener controlada la malicia, no ir siempre con el colmillo retorcido ni creer que el otro siempre me va a dar una puñalada. Es no descreer de la bondad del corazón del otro.
Se trata de mantener una cierta inocencia, una capacidad de admiración que guarda un ¡oh! en la recámara para sacarlo en los mejores momentos.
Resulta sorprendente que algunos físicos cuánticos hablen de que, para entender los intrincados postulados de tal física, hay que seguir manteniendo vivo el niño que llevamos dentro. Quizá eso sea lo que les hace pensar e imaginar el cosmos desde una perspectiva tan diversa a la de la física convencional. Ese dar la vuelta a la desconfianza recibida es la que les abre a mundos que nos maravillan.
No creamos que estemos descubriendo la pólvora. Hace ya muchos años, el viejo san Pablo decía a sus amigos de Roma: “Dejaos renovar por la transformación de la mente”. Una mente transformada es una mente que sabe dar vuelta a las cosas, que se asoma a ventanas nuevas desde las que se ven paisajes distintos.
Por eso mismo, no temas cambiar, porque cambiar es síntoma de vida, siempre que permanezca lo esencial, lo único: el amor. No temas a las novedades, siempre que lo nuevo sea un espolear el corazón para abrirse a los huertos cerrados del corazón del otro. No te conformes con lo que se te da, trabájalo por tu cuenta para descubrir esa senda de vida que te aproxima a la dicha.
Hace unos años en el palacio de los deportes de Madrid el cantante Álvaro Fraile cantaba aquella canción “Dale la vuelta al orden, dale la vuelta”, porque, decía, siempre está junto al poderoso el débil y el pobre que reclaman justicia. Puede parecer excesivo, pero es cuestión de ir haciéndolo, poco a poco.
Por eso, además de “Dale vuelta”, habría que decir “Date la vuelta” a ti mismo, a tu manera de pensar, de entender la vida, de entender la fe, de mirar el mundo. Míralo todo con esos ojos de dentro que descubren mundos nuevos en los pequeños y cansinos caminos de cada día.
Fidel Aizpurúa