Estaban desayunando en la mesa de madera y bancos corridos del albergue de Roncesvalles. Ana y Ramón eran dos jóvenes franciscanos que tenían ganas de hacer el camino de Santiago. Lo habían pensado y se animaron. Frente a ellos, Dietrich, un alemán del grupo de "Compañeros de san Francisco". Hablaron sin prisa. Ellos eran informáticos y el alemán bibliotecario en la pública de Münster. Les habló de un viejo códice que un colega puso en sus manos: Sancti Francisci Viatoris Codex. El "Códice del viajero san Francisco". No sabía hasta qué punto tenía aquel códice alguna base histórica. Pero una cosa quedaba clara: Francisco había sido un hombre de caminos, de muchos caminos, quizá también el de Santiago. E hizo de los caminos una forma de vivir y de pensar. El códice tenía cosas sorprendentes. Ahí quedó la cosa.
Las etapas de Roncesvalles a Pamplona fueron muy duras. Mucho barro y algo de frío. Las botas pesaban kilos. En el albergue de Larrasoaña coincidieron de nuevo con el bibliotecario alemán. La tarde era tranquila y volvió a salir el asunto del Códice. Tras dar más detalles el alemán les decía: - Una cosa que se repite todo el tiempo es una frase medio enigmática, medio filosófica que aparece muchas veces en boca de Francisco. Es ésta: "La meta es el camino". Francisco había descubierto algo hermoso: lo importante no es tanto llegar al final, conseguir un objetivo como sea, sino caminar, disfrutar del camino, vivir el camino. Como si dijera: lo importante en la vida es que tu camino sea hermoso, que tus relaciones sean humanas, que tus ojos y tu corazón disfrute con lo que tiene mano. Cuida tu camino, ama tu camino y sus avatares, vuelve a tu camino cuando te ale-jes de él. Estuvieron hablando hasta que las estrellas brillaron con fuerza.
Lo de san Juan de Ortega fue terrible. Los pies de Ana estaban destrozados. Dos grandes ampollas convertían cada paso en una punzada. Por suerte, la mano amiga de una hospitalera hizo maravillas. Mientras tomaban un refresco a la puerta del albergue vieron que llegaba, lento y sosegado, el bibliotecario alemán. Se saludaron y quedaron para cenar juntos. Con un café en la mano y teniendo como fondo el concierto de los grillos de los campos de Castilla volvió a salir a relucir el tema del Códice. "La meta es el camino", decía Ana. Lo he pensado muchas veces a lo largo de estas etapas. Me ha acompañado y he entrevisto algo. He empezado a mirar mi camino de vida de otra manera. El alemán abundó: «Sí, el Códice añade que también la meta es verdad. No la verdad, la verdad de los sabios, sino la pequeña y valiosa verdad de uno mismo. Saber la verdad de uno, ha-llarla, gustarla, eso que es uno sin miedo ante el otro, eso valioso aunque sea humilde, eso pequeño que contribuye a hacer más grande al otro. Tu verdad para los otros, esa es la buena verdad.» Una corriente de vida brotaba de aquellas palabras. La noche era puro sosiego.
Ya no volvieron a verse hasta Mansilla de las Mulas. Ramón y Ana se preguntaban a veces: «¿Dónde estará el alemán, que no lo vemos en los caminos?» Aparecía y desaparecía como el Guadiana. Pero allí, en pleno páramo de Castilla, percibieron de lejos su colorida mochila y su peculiar forma de andar. Se saludaron con efusión. Aún faltaban unos kilómetros para llegar a Mansilla. Comentaron las incidencias del viaje. Y, tras varios silencios, volvieron al tema del Códice. "La meta es el camino, tu verdad". Y añadió el alemán: «Dice que Francisco añadía que era también "tu vida". No era solamente que tomara una frase conocida del Evangelio. Quería decir que la vida es un camino, humilde, ajetreado, destrozado a veces, vuelto a recomponer. No hay que avergonzarse del propio camino de vida, aunque tenga sus oscuridades. Vivir el camino como lugar de vida, sin pasotismos, sin lejanías, sin maltratos. El camino es tu propia vida y la de los otros, la de la naturaleza incluso». El alemán miraba a los campos yermos. «¿Os parece que en este secarral no hay vida? Es un secarral pero está habitado: pájaros, miles de bichos en la tierra, algún que otro animal agazapado. Casa de vida. Eso es el mundo». Caminaban con brillo en los ojos.
Las etapas cobraban otro color, las mochilas pesaban menos. Ana y Ramón hablaban, a veces, del alemán y el Códice. Era como una brisa fresca. Pasaron el alto del Cebreiro, y ya "oliendo" a Santiago el alemán volvió a aparecer en Palas de Rei. Paseando por la aldea se sentaron en un banco de piedra. Fue Ana la que dijo: «Hemos hablado muchas veces del Códice y sus palabras». El alemán dijo: «Sabía que nos volveríamos a ver y quiero deciros otra frase que el san Francisco viajero repetía mucho en sus andanzas: "Vive tu camino". No, solamente, "anda tu camino", sino vívelo, métete adentro de él, disfrútalo, ofrécelo a otros, gústalo con gozo, enriquécelo». Hablaron de sus "caminos", de sus propias vidas, con sencillez. «¿Nos veremos en Santiago?» dijo Ramón. El bibliotecario alemán esbozó una sonrisa.
Lo buscaron por todo Santiago. Dieron su descripción en la oficina de las credenciales. Nadie lo había visto. Al fin renunciaron y se dijeron: «No ha entrado en Santiago; se ha vuelto a Alemania. Lo suyo era el camino, no la meta. Ha renunciado a la meta para vivir con más intensidad la hermosura del camino.» ¿Quién era aquel bibliotecario alemán? Ana dijo con un gesto se sorpresa y luz en el rostro: «¿No sería Francisco, el hombre de caminos?»