31º Domingo Ordinario 3º de salterio

San Martin de Porres

Primera lectura: Deuteronomio 6, 2-9

Lectura del libro del Deuteronomio
Moisés habló al pueblo, diciendo:
De este modo respetarás al Señor tu Dios, tú, tus hijos y tus nietos. A lo largo de todos los días de tu vida cumplirás las normas y preceptos que yo te doy. Así gozarás de larga vida. Por eso, presta atención, Israel, y esfuérzate en obedecerlos, para que seas dichoso en la tierra que mana leche y miel y llegues a ser muy numeroso, como te ha prometido el Señor, el Dios de tus antepasados.
Escucha, Israel: el Señor —y únicamente el Señor— es nuestro Dios. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Graba en tu corazón estas palabras que hoy te he dicho. Incúlcaselas a tus hijos; háblales de ellas cuando estés en tu casa y cuando vayas de camino, cuando te acuestes y cuando te levantes; átalas a tu muñeca como un signo; llévalas en tu frente como una señal; escríbelas en las jambas de tu casa y en tus puertas.

 


Salmo: 17, 2-3a. 3bc-4. 47 y 51ab

R/. Te quiero, Señor, eres mi fuerza.
Te quiero, Señor, eres mi fuerza.
El Señor es mi bastión, mi baluarte, el que me salva;
mi Dios es la fortaleza en que me resguardo;
es mi escudo, mi refugio y mi defensa. R/.
Yo invoco al Señor, digno de alabanza,
y quedo a salvo de mis enemigos. R/.
¡Viva el Señor! ¡Bendita sea mi Roca!
Sea ensalzado Dios mi salvador,
Él acrecienta las victorias de su rey
y se mantiene fiel a su ungido. R/.

 


Segunda lectura: Hebreos 7, 23-28

Lectura de la carta a los Hebreos
Hermanos:
Por otra parte, los sacerdotes levíticos fueron muchos, ya que la muerte les impedía prolongar su ministerio. Jesús, en cambio, permanece para siempre; su sacerdocio es eterno. Puede, por tanto, salvar de forma definitiva a quienes por medio de él se acercan a Dios, pues está siempre vivo para interceder por ellos.
Un sumo sacerdote así era el que nosotros necesitábamos: santo, inocente, incontaminado, sin connivencia con los pecadores y encumbrado hasta lo más alto de los cielos. No como los demás sumos sacerdotes que necesitan ofrecer sacrificios a diario, primero por sus propios pecados y después por los del pueblo. Jesús lo hizo una vez por todas ofreciéndose a sí mismo. La ley de Moisés, en efecto, constituye sumos sacerdotes a personas frágiles, mientras que la palabra de Dios, confirmada con juramento y posterior a la ley, constituye al Hijo sacerdote perfecto para siempre.

 


Evangelio: Marcos 12, 28b-34

En aquel tiempo, uno de los maestros de la ley se acercó a Jesús y le preguntó:
—¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?
Jesús le contestó:
—El primero es: Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu
alma, con toda tu inteligencia y con todas tus fuerzas. Y el segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay ningún mandamiento mayor que estos.

El maestro de la ley contestó a Jesús:

—¡Muy bien, Maestro! Es cierto lo que dices: Dios es único y no hay otro fuera de él. Y amar a Dios con todo nuestro corazón, con todo nuestro entendimiento y con todas nuestras fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios.
Jesús entonces, viendo que había contestado con sabiduría, le dijo:
—Tú no estás lejos del reino de Dios.
Después de esto, ya nadie se atrevió a hacerle más preguntas

 


Reflexión:

En S. Marcos la intervención de este hombre encierra algunos matices. No pregunta por el primer mandamiento de la Ley, como en Mt 22,36 (en S. Lucas la pregunta tiene otro sentido), sino por el primero de todos los mandamientos (v 28). El escriba pregunta por la quintaesencia de la voluntad de Dios. La respuesta de Jesús está cargada de intencionalidad. Antes de pronunciar ningún mandamiento introduce una premisa clarificatoria que fundamenta y justifica cualquier precepto: la fe en Dios en forma de reconocimiento agradecido a su intervención salvadora en la historia. Sin esa fe los mandamientos, cualquier mandamiento, son una imposición extrínseca; con ella, los mandamientos son respuesta, acogida, celebración de la salvación de Dios. Y desde ese prefijo de la unicidad de Dios se sigue la primera conclusión: amarlo con un amor singular y sin fisuras ni espacios vacios. Pero en la respuesta de Jesús hay un elemento chocante: introduce un segundo mandamiento, tema sobre el que no había sido preguntado (v 31). El “segundo” no es solo la verificación del “primero” (cf I Jn 4,20), sino que su cumplimiento solo es posible desde el “primero” (cf. 1 Jn 4,7), y éste, a su vez, lo es solo desde la experiencia del “amor primero”, es decir, desde la experiencia del amor de Dios que nos precede (1 Jn 4,10) y que es mayor (Rom 5,5-8). La conclusión de la respuesta de Jesús demuestra claramente que se trata de “un” mandamiento con “dos” vertientes: “No existe otro mandamiento mayor que éstos”. El escriba, en la respuesta, muestra su plena coincidencia con Jesús, que alaba la sensatez del escriba en su respuesta. Entonces, ¿qué aporta Jesús? La originalidad no reside en la formulación material del tema en sí, sino en la “forma” que se percibe situándolo en el contexto de la vida, enseñanza, conducta y muerte de Jesús. Jesús no solo enseña que hay que amar a Dios y al prójimo, sino que enseña cómo amar, “como yo”, y ahí reside la novedad.
 


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