Pepe Párraga fue un serafín que equivocó la galaxia y la sincronía; no hubo manera de adaptarlo a este mundo chapucero. Tomaba absenta con el de Asís, con Benito José de Labre y con el Cottolengo; vivió en una burbuja lírica, inaccesible a las malicias, nos regaló todas las palomas -únicas y diversas- que le salían de su sombrero apócrifo; nos premió a todos, sin cansarnos, con su amistad y sus arcángeles hipostasiados en toreros perullos con ojos salzillescos.
Al proyectar los planos del templo parroquial de San Francisco de Asís en Murcia, con el nítido arquitecto, Don Eugenio Bañón Saura, y pensar en la dimensión suntuaria de la obra, hicimos una selección de artistas que abrazó a Don Juan González Moreno (escultor), a Don Pedro Borja (un rotundo retablo que le salió rectangular con setenta metros cuadrados, el cántico del Hermano Sol…, cerámicas para cálices, custodias, candelabros y vinajeras -que en el mundo no fueron causa de mi exilio-), y a José María Párraga (pirograbados catequéticos), pensando en una trasposición de los vitrales del Medio Evo que, en las ojivas catedralicias, dejaban pasar la fiesta brava de la luz con unos contenidos de doctrina popular del más eficaz servicio pastoral. Con posterioridad, entré en palabras con Muñoz Barberán para un mural que glosara pictóricamente el canto del Magníficat en la capilla del Santísimo y de Nuestra Señora de los Buenos Libros, Co-patrona del templo parroquial. Para este proyecto se hizo un boceto sobre el que parlamentamos ambos, Barberán y yo, y que andará, levitando en sueños, por los talleres de este pintor. Dispersiones y traslados no permitieron un acuerdo último sobre esto. (Aspirando el intenso perfume de este ramo de artistas, hay que reconocer que no había entonces mejores espadas en el califato de Murcia).
A José María Párraga me unió una amistad previa a los posteriores encargos líricos de su obra; nos había presentado en Totana, cuando yo residía allí, un amigo común, Jesus Pagán Ocaña…, y, de vez en cuando, solíamos vernos; Murcia no era entonces una ciudad muy grande y distraída. La firma de aquella amistad se rubricó con el regalo de un arlequín estático, embobado por una paloma, que José María me dedicó. Y cuando llegó el momento de poner manos a la obra, dándonos a levantar el templo de los Capuchinos, previendo los vuelos excusados y las adorables inconstancias de Pepe (te prometía, se olvidaba, te pedía excusas por incumplimientos y te embelesaba, elevándote al arrobo), le monté un sucinto taller en los altos del coro circular de la iglesia, en construcción, y cada mañana, durante meses, se tiró sus dos horas hasta el mediodía, soñando y punzando con un estilente, que ardía como un rubí en su mano y que hacía descender del arca de la inspiración, a los pájaros, a las verduras huertanas, a los golfillos de San Basilio y a los borrachos beatos de las Cuatro Esquinas. Algunas veces subía yo, a eso de las diez de la mañana, y le invitaba a un desayuno con café y unos brioches de ilusiones en la vecina cafetería Princesa.
Hablábamos, pero de cosas mostrencas, con mucho tópico para descansar. Pepe era un genio y parecía un paisano, jamás adoptó pose estética alguna de galicursi. ¡Qué bien se estaba con él!
Firmé contratos de obra con Gonzalez Moreno y con Borja; Pepe nunca quiso: resolvíamos esas cosas de palabra (quizá porque los serafines no tienen manos para estampar firmas con rigor notarial). Previamente a la ejecución de cada pirograbado, yo le indicaba el contenido deseado para el mismo y me atrevía a sugerirle, en un boceto que yo había garabateado, la distribución de las formas en el panel; Pepe aceptaba con humildad sin límites mis indicaciones (por eso dejó constancia de este detalle) y, con la intuición de superdotado que era, trasfiguraba esas formas espléndida y certeramente en unos cartones que le servían luego para la metamorfosis definitiva en la madera. Que se comprenda aquí que mis intervenciones se limitaban, con mucha discreción, a sugerirle fondos; su libertad y su técnica, respetada siempre, ponían lo esencial y lo accidental: todo. Así, pirograbado a pirograbado…
Su muerte -¿se mueren los serafines?- me sorprendió en una permanencia inefablemente prolongada en una isla del Caribe, a donde llegué a profesar un curso de filosofía del lenguaje, y donde fuí prendido, mejor que por el FBI, por las líneas líquidas de las playas, los cocos altos, las hamacas con daiquiris de verde eléctrico y el aire en los flabelos de las palmas y las puntillas de fuego del flamboyán. Mucha constancia notarial debía haber quedado en España, cuando estando yo exiliado, ignoto y disuelto en una isla encantada, comenzaron a llegarme, con motivo de la ausencia de Pepe, recortes volanderos de periódicos con glosas de perfumes que deshojé -si, no, si, no,…-, advirtiendo, entonces, que la luminosa simplicidad franciscana de Pepe nos decoró con su presencia un tiempo -¡ay, qué fugaz!- y aceptando que debía volver, en un vuelo platónico, al hiperuranio, de donde había bajado equivocándose…
Muñoz Barberán, en uno de nuestros diálogos calmos, cuando yo andaba en tratos con él para montar aquel mural bíblico mariano que deseé encargarle, me dijo: “La historia del arte religioso murciano pasa por esta iglesia”. Y cuando Pepe nos dejó, en unas declaraciones a la prensa afirmó: “Para mí lo mejor de Párraga son los pirograbados de Capuchinos”.
Muñoz Barberán decía eso. Y yo no digo nada ya. Que esta solapa discreta para la hermenéutica lírica de lo de Pepe, entorne una puerta –para ser abierta- a las visibles ternuras aladas que amarró a tablones tatuados con un arte sin fin.
Padre Mario Mesa
San Juan (Puerto Rico), mayo 2002
Murcia, diciembre 2008