Araceli Ballesteros. Profesora y testigo cercano del artista capuchino Antonio Oteiza

Araceli Ballesteros. Profesora y testigo cercano del artista capuchino Antonio Oteiza

 

Araceli Ballesteros, profesora y testigo privilegiado de la faceta pedagógica de Antonio Oteiza, comparte recuerdos y anécdotas del artista capuchino, fallecido recientemente, que supo conectar con niños, jóvenes y educadores a través del arte. Desde los talleres improvisados en su convento hasta su última intervención en un centro de menores, la entrevista revela a un creador apasionado que defendió siempre la belleza y la creatividad como elementos esenciales en la educación y en la vida..

Araceli, ¿Cómo se produjo tu primer contacto con Antonio Oteiza y de qué manera empezó a crecer esa relación?
Todo comenzó cuando mi hija Arantzazu era todavía muy pequeña. Solíamos subir al convento y, casi siempre, nos encontrábamos a Antonio en su taller, rodeado de pinceles, barro y lienzos. El hecho de que mi hija se llamara Arantzazu le despertaba un vínculo especial con su tierra vasca. Se dirigía a ella en euskera, aunque yo le decía que la niña no lo entendía. Él insistía: “No importa, se llama Arantzazu y yo le hablo en vasco”. Ese gesto, aparentemente simple, reflejaba mucho de su personalidad: la autenticidad y la fidelidad a sus raíces.

Pronto entendí que había en él una inquietud constante por la enseñanza artística. Siempre preguntaba a los niños cómo les enseñaban el arte en el colegio. Y cada vez que escuchaba que la asignatura se reducía a “plástica”, con unos pocos ejercicios de libro, se entristecía profundamente. Decía que el arte no podía quedar reducido a eso, que había que dar espacio a la creatividad, al asombro y al descubrimiento. 

Era un tema recurrente en nuestras conversaciones, siempre volvía a él.

 

 

 

Tú eres profesora. ¿Cómo surgió la idea de vincular a Antonio con el mundo escolar y llevarlo a los colegios?
Yo veía claramente que Antonio tenía un don especial para comunicar con los niños. Los cautivaba con su manera de hablar, y con su experiencia vital. Entonces le propuse abrir su taller a los colegios para que los alumnos pudieran ver de cerca a un artista en acción, escuchar cómo nacía su vocación y comprender qué significaba realmente dedicarse al arte.

Al principio se negó rotundamente: “¡Cómo vamos a meter aquí a tantos niños!”. Pero poco a poco se fue convenciendo. La primera experiencia fue con el colegio San Rafael Arcángel, de las Hijas de la Caridad. Recuerdo que Antonio organizó un diálogo con los alumnos, les enseñó algunas de sus obras, habló de su vocación y, después, se pusieron todos a trabajar con barro.

Yo pensaba que los niños perderían pronto la atención, pero ocurrió lo contrario: permanecieron absortos, haciéndole preguntas y escuchando cada palabra. Antonio tenía esa capacidad de enganchar porque no hablaba desde la teoría, sino desde la experiencia vivida. Era como escuchar un cuento lleno de verdad.

¿Recuerdas la primera vez que conociste a Antonio personalmente?
Sí, perfectamente. Yo tenía 14 años y participaba en la pastoral juvenil. En un viaje a Salamanca, alguien me dijo: “Te voy a presentar a un fraile que pinta y hace esculturas”. Para mí fue una sorpresa, porque en aquel momento apenas conocía la vida de las fraternidades capuchinas y no imaginaba a un religioso en esa faceta creativa.

Cuando lo conocí me impresionó su simpatía y su cercanía. Comenzamos a hablar y, como vio que yo captaba lo que hacía, se explayó en contarme detalles de su trabajo. Ese primer encuentro sembró una conexión que se fue repitiendo en otros lugares, como Gijón y, más tarde, en la parroquia de Usera en Madrid, donde él tenía taller.

¿Qué es lo que más te sorprendió de su carácter y su forma de ser?
Era un hombre directo, de palabra clara y a veces brusca, lo que podía incomodar a algunos. Pero esa franqueza a mí me resultaba refrescante. Tenía una transparencia poco común. Y, al mismo tiempo, era una persona muy sencilla: no buscaba reconocimiento ni perdurabilidad en su obra. Siempre decía que su arte era efímero, que lo importante era el acto de crear, no la permanencia.

En su taller acumulaba obras maravillosas, arrinconadas, sin darles mayor importancia. Para él, lo esencial era el momento de la creación. Esa actitud me marcó profundamente.

Seguro que compartiste con Antonio momentos muy especiales ¿Podrías contarnos alguna anécdota que guardes con especial cariño?
Una de las que más recuerdo fue cuando yo me estaba mudando y tenía dos lienzos en blanco guardados. Antonio, al verme con ellos, me dijo: “¡Vámonos!”. 
Sacó un rotulador que siempre llevaba en el bolsillo y unas pinturas resecas, y en cuestión de quince minutos pintó un Cristo resucitado apoyado en la cruz. Me confesó: “Llevo veinte años pintándolo en la cabeza, y hoy lo he hecho en un momento”.

Luego, con humor, me dijo: “Con este cuadro pagas la hipoteca”. Ese Cristo resucitado, hecho con trazos rápidos pero llenos de fuerza, lo conservo como un tesoro. Para mí fue un ejemplo de su genialidad espontánea y de cómo podía convertir cualquier instante en creación artística.

Además de artista, Oteiza ejerció también como profesor. ¿Cómo recuerdas esa faceta?
Fue extraordinaria. Cuando lo invité a un colegio con aula de barro, lo primero que preguntó a los niños fue: “¿Sabéis lo que es una vocación? ¿Quién quiere ser artista?”. A partir de ahí los fue guiando, hablándoles de la importancia de encontrar un sentido a la vida mientras modelaban barro.

No solo les enseñaba técnicas básicas de escultura, sino que transmitía mensajes profundos sobre la vida y la creatividad. Al final de la sesión, cada niño tenía en sus manos una pequeña escultura y en su corazón un mensaje de esperanza. La profesora de arte que presenció aquella clase terminó llorando de emoción. Fue uno de esos momentos en que se entiende lo que significa educar desde el alma.

 

 

Tu hija también tuvo contacto directo con él. ¿Qué recuerda de esa experiencia?
Arantzazu (10 años): Cuando era pequeña solía ir a su taller. Jugábamos con plastilina y él nos enseñaba que hasta las formas más extrañas podían tener sentido en el arte. Para mí era como un juego, pero él lo explicaba con tanta pasión que entendías cosas.

En mi cumpleaños, me dedicó un libro con un dibujo. Eso no se olvida.

Araceli, Antonio tenía un sueño relacionado con la enseñanza del arte desde edades muy tempranas. ¿Qué puedes contarme de eso?
Sí, alguna vez me habló de un proyecto que había soñado junto a su hermano Jorge: crear una escuela de arte, pero no como una academia convencional, sino un espacio dentro de la enseñanza reglada donde los niños pudieran recibir formación artística auténtica desde pequeños.

Me recordaba mucho a lo que hoy representan las escuelas Waldorf: un entorno donde se trabaja con materiales naturales, se potencia la creatividad y se educa desde la belleza. Para él, esa era la forma de sembrar en los niños una sensibilidad que luego marcaría toda su vida.

Durante la pandemia impulsó un proyecto muy singular: “Mi primera exposición”. ¿En qué consistió?
Todo nació a raíz de un dibujo que mi hija le envió durante el confinamiento. Antonio se entusiasmó y me dijo que quería organizar una exposición con obras de niños muy pequeños mezcladas con las suyas. Su idea era que los visitantes jugaran a descubrir qué era de los niños y qué era suyo, como un recordatorio de que la creatividad infantil tiene tanto valor como la del artista.

Para él fue como un regreso a la infancia, un modo de poner en valor la pureza creativa de los más pequeños.

 

 

La última etapa de Antonio estuvo marcada por una experiencia muy especial en un centro de menores. ¿Cómo fue aquella vivencia?

Fue en el Centro de Menores de Medida Judicial Teresa de Calcuta, en Brea de Tajo. Antonio estaba con problemas de movilidad, pero tenía una gran ilusión. Al principio tenía miedo de no conectar con esos jóvenes, muchos de ellos sin apenas experiencia escolar. Sin embargo, ocurrió lo contrario: los muchachos lo recibieron con enorme respeto y escucharon atentos durante más de dos horas.
Habló de la parábola del sembrador, modelaron barro juntos y al final le regalaron objetos hechos en sus talleres. Fue un encuentro profundamente humano. Para él significó mucho cerrar su ciclo vital dedicándose a los más vulnerables.

Para terminar, ¿qué legado te parece que deja Antonio Oteiza?
Su mensaje fue siempre el mismo: el arte tiene que estar en la escuela, y tiene que ir de la mano de la belleza. Para él, la belleza era la huella de Dios en el mundo, y crear era una forma de participar en esa experiencia.

Decía que basta con dar un tema y un material natural, y dejar que el niño cree. No hay que complicarlo con teorías o leyes educativas excesivas. Lo fundamental es que los niños creen cuando son niños; si no lo hacen entonces, difícilmente lo harán después. Ese fue su gran legado.

Gracias Araceli. Yo también tuve la fortuna de compartir algunos momentos con Antonio Oteiza. En él descubrí no solo al artista, sino también a la persona: un fraile apasionado por la belleza, profundamente humano y cercano, capaz de transformar cualquier conversación en una lección de vida. 

Hoy, tras su partida, nos queda el privilegio de acercarnos a su obra, que seguirá hablándonos de todo lo que Antonio fue y transmitió. Muy pronto podremos disfrutarla en el Museum Ciriza Oteiza, actualmente en construcción en Estella (Navarra). Allí, entre bronces, lienzos y esculturas, se conservará viva la huella de este creador capuchino, para que las nuevas generaciones puedan conocer y valorar el legado de un hombre que entendió el arte como escuela de vida.

Luis López, Coordinador de Capuchinos Editorial

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