Supongo que nadie puede elegir el rictus final con el que uno va a morir. Será cosa del azar o qué sabe uno de qué intrincados mecanismos humanos. He recordado muchas veces la sonrisa final de Alejandro, cosido a lanzazos en el suelo de la selva, con los pulmones encharcados en sangre, ahogándose lentamente. Y sonriendo. En las fotos que corren por ahí de su cadáver se puede observar todavía esa tenue sonrisa; muy de él, cuando estaba vivo. Un cuerpo final, horriblemente lanceado, iluminado por una insólita sonrisa.
Tal vez puedan decirnos: eso no es tanto una expresión, como un espasmo final. Ciertamente Inés Arango, lanceada junto a él, quedó con una expresión terminal dramática. Y recuerdo el rostro de un maderero de la (mal llamada) Vía Auca, también cosido a lanzazos entre sus trozas recién aserradas, y una expresión de indefinible paz en su semblante final. ¿Simples y fortuitas contracciones últimas? Bien pudiera ser. ¿Se conseguiría reflejar en el rostro postrero la aceptación serena de una muerte violenta o, incluso, la consumación de una vida entregada? Lo ignoro. Pero lo que sí conozco es que tras esa sonrisa plácida del cuerpo martirizado de Alejandro hay una larga y preciosa historia.
Es proverbial la abundancia, dentro de la piedad cristiana popular, sobre todo en países latinoamericanos, de la representación de Cristo en la cruz o de su cuerpo inánime. De ordinario las expresiones faciales de esas imágenes suelen ser abrumadoramente dramáticas. Más de una vez rayando incluso en una desagradable morbosidad. Entre las excepciones a esa regla trágica existe una efigie que conocía bien Alejandro. Se puede admirar en la capilla del Castillo de Xabier, una fortaleza del siglo X, en Navarra-España.
En su tiempo, el castillo fue cuna de un santo bien conocido, Francisco de Xabier, patrono universal de los misioneros. Pues bien, en una de las torres del fortín existe todavía una capilla muy peculiar, única en España, porque está decorada en sus paredes por la llamada “danza de la muerte”, representación medieval de un tono que nos parece ahora macabro. Por contraste, en el centro del pequeño ábside hay un gran Cristo crucificado, del gótico tardío, cuyo rostro final queda sorprendentemente esclarecido por una extraordinaria sonrisa. Toda la opresión de la danza sombría de esqueletos que le rodea, además del dramatismo de la propia muerte en cruz, queda subyugada y vencida por esa expresión imbatible de Cristo. Quizá no exista una representación más pasmosa del dominio propio sobre la suerte final. Alejandro había visitado más de una vez esa capilla. De seguro habría admirado esa actitud postrera del Jesucristo misionero, es decir, del gran enviado por Dios a la humanidad. El crucificado había aceptado la suerte final entre los humanos, incluso en una modalidad tan cruenta como ese patíbulo, con la gallardía que proponía tal escultura en su rostro invicto. Dominando la muerte con una sonrisa.
Alejandro, que desde muy joven sintió ese llamado misionero, había partido en 1947, a sus 27 años, para un viaje a la entonces remotísima China. Por aquellas fechas los frailes capuchinos encaraban su destino en cualquier parte del mundo sin intención de regresar a su patria. Un trayecto sin retorno. Solo un accidente histórico, por llamar así a la toma del poder por parte de los comunistas de Mao y la consiguiente expulsión de todos los religiosos extranjeros, quebró, en su caso, ese destino. En tal situación, echado bruscamente de entre unas gentes a las que ya admiraba y quería, el misionero pidió de inmediato ser enviado a otra región incierta: la amazonia ecuatoriana.
Pero ese joven vasco no solo había admirado, en la capilla del castillo de Xabier, al risueño ejecutado. También se había contagiado de esa entrega. Entonces adoptó una resolución capital. Así, después de visitar la basílica de la Virgen del Pilar, en Zaragoza, a poco de embarcar hacia China, había escrito a su hermana: Le pediré (a la Virgen) que me conceda la gracia de ser mártir dando toda mi sangre por Jesús, por María y por las almas. De modo que no solo quería ser misionero, un entusiasta enviado, sino también mártir, un testigo hasta las últimas consecuencias. El testigo cristiano arriesga todo, concibe la apuesta más alta. Es decir, Alejandro iba en serio. Se jugaba la vida a esa única carta de la entrega total. En su concepción religiosa, lo mismo que Cristo había hecho la donación total de su vida en favor de la humanidad, él, en cuanto le fuera posible y si eso fuera necesario, haría lo propio. Con el peso indudable que mostraban sus palabras: dando toda mi sangre… Él no lo sabía entonces, pero, en ese momento, le quedaban 40 años más de vida y, al final, la iba a derramar así: regando una tierra remota con su sangre.
(Cristo de Javier -Navarra)
Por tanto, cuando se quiere entender bien su vida, en cualquiera de sus tramos, pero, sobre todo, en aquéllos lances comprometidos, donde había que estar, como decía un antiguo misionero amazónico, con el alma entre las manos, no hay que olvidar esa apuesta, encubierta pero absoluta, del testigo íntegro. Algunos de entre quienes le conocimos sabíamos, por tanto, que, en el fondo de aquellas decisiones arriesgadas y, en ocasiones, hasta quizá temerarias, en favor de los indígenas ocultos que él entendía en peligro de exterminio, ardía esa magnífica promesa de su juventud: si es necesario, voy con todo.
La noche anterior a su último viaje, a su entrada al bohío de los hasta entonces ocultos (ése sí un trayecto que iba a ser sin retorno), se dio un debate en la casa de los misioneros en Coca. Un compañero suyo le conminaba a no adentrarse donde los aislados en esas condiciones y le argüía con apasionamiento: ¡Si entras, te matarán! Al responder, Alejandro sonrió suavemente, sin inmutarse, como solía ser su costumbre y tal como luego lo iba a hacer incluso su cuerpo lanceado: Si me matan, la Misión queda en buenas manos. Lo que indica que había pensado en esa eventualidad, la había sopesado, y decidió que merecía la pena. Es más, que era lo que le pedía su antigua promesa. Por mi parte no tengo ninguna duda que, en aquellas horas de la noche que esperaban la amanecida, hasta el momento de poder volar al pequeño hueco del bohío en la inmensa selva, Alejandro repasó y reafirmó su permanente vocación de testigo. Lo que había escrito en Zaragoza a su hermana Felisa: dando toda mi sangre... Era la hora del envite definitivo. Probablemente también recordó la sonrisa abierta y confiada del hombre crucificado en el castillo de Xabier. Y, una vez más, elevó su apuesta por la paz hasta el límite de la propia vida.
De manera que siempre he creído que, en aquella su última escena en el patio del bohío tagaeri, cercado de gritos furiosos y guerreros que blandían ante él sus imponentes lanzas, cuando su experiencia le decía que se trataba de una despedida violenta, Alejandro no se abandonó al terror, sino a la valentía que siempre le distinguió y, sobre todo, a su vocación profunda. A esa que había cultivado, con firme constancia, aunque sin ninguna ostentación, a lo largo de su vida. Él creía en el valor de la entrega humana, podríamos decir incluso en la cotización de la sangre, cuando eso era ineludible. Nos había dicho algunas veces: El misionero busca la paz, debe hacer de puente entre adversarios; si no puede evitar la pelea, debe ponerse en medio e intentar pararla. Es nuestro deber. Pensó que, precisamente, ese era el momento que se presentaba entonces. O vamos nosotros, o los matarán. La apuesta había ido subiendo y se plantaba a todo o nada. Habían pasado cuarenta años desde el momento en que hizo su propia promesa, que mantenía firme; ahora había llegado el instante de hacerla efectiva.
(Cuerpo sin vida de Alejandro Labaka)
Días después de su muerte, recuerdo la escena en un campamento petrolero, justo aquel de donde salió Alejandro en su último vuelo, poco menos que preparando, por un acaso, su sonrisa final. La muerte a lanzazos del obispo había levantado un polvorín nacional de protestas. Había mil voces en el aire, que hasta entonces habían estado calladas siempre; como era costumbre, la retórica se adueñaba de los medios de comunicación. Se pedía la suspensión inmediata de la exploración petrolera en la zona del lanceamiento; algunos, más simplones, la suspensión total del petróleo en el Oriente. Como es de suponer, en esos envites se jugaba plata a manos llenas: contratos diferidos o suspendidos, planes estratégicos nacionales que podían quedar varados. Por eso un técnico de la industria me decía en su campamento, entre la frustración y el respeto: Ese cura sabía bien lo que hacía. La apuesta le valía por los dos resultados. Si lograba contactar pacíficamente con esa gente, la convertía en ciudadanos, en gente pública, y, por tanto, todos debíamos respetarlos. Si le mataban, todavía los ponía más de manifiesto, exhibía su presencia ante todos como un bombazo.
De manera que, como ven, es posible que, cuando recogieron el cuerpo clavado de Alejandro, lo que apreciaron en su rostro no fuera solo un rictus azaroso. Sino la silueta bien trabajada de toda una vida, ese perfil de moneda valiosa que algunos forjan a golpe de valentía y denuedo. La firma personal, escrita en rojo, de unas citas evangélicas: He corrido bien mi camino, he llegado a la meta, he cumplido mi tarea. Todo se ha consumado.
Esa última sonrisa tenía mucha historia detrás.
Miguel Ángel Cabodevilla