Cada una de estas pequeñas historias son más ricas en toda su extensión pero como esto es imposible, intentaremos resumirlas.
Un Waorani nos enseña cómo es o cómo debe ser nuestro mundo
Un día disfrutaba de la estancia en la maloca (casa familiar grande) de Mega, un Waorani mayor.
En la puerta de su casa en un altillo tenía un águila arpía que protegía todo el entorno con sus fuertes graznidos; en su interior había varios fuegos, cada uno resguardado por una mujer; en varios palos colocados en diferentes lugares había un guacamayo, un tucán, un chilicres y varias loras; en diferentes lugares del suelo caminaban una pequeña guatusa, una guanta y una pequeña rata de monte sujetada de la cintura por un bejuco, todas disfrutaban de la comida que los grandes y pequeños les daban. Una de las hamacas era ocupada por Mima, una joven mujer con su hijito de meses al que le estaba dando el pecho. De repente vi como un pequeño monito se descolgaba por la cuerda de la hamaca hasta llegar al hombro de la mujer, ésta lo toma y le pone junto a su pecho para que al igual que su hijo tome su ración de leche. Todo este ambiente me ayudó a corregir aquella página de mi biblia donde uno aprendió que el hombre es el señor de la creación y todo está a su disposición. En aquella casa todos ejercían su señorío, todos tenía un lugar, compartían la misma comida, habitaban la misma casa… Los Waorani son excelentes cazadores y recolectores, pero nunca me imaginé que un anciano Waorani me iba a dar una clase de Biblia que nunca la olvidaré de cómo es, o debe ser nuestro mundo.
La toma del yagé
Los Sionas en más de una ocasión nos habían conversado a cerca de la toma del Yagé (el Yagé es una bebida alucinógena), un ritual muy propio de ellos en torno al cual está forjada su espiritualidad y su vida. Siempre tuve curiosidad, pero por respeto a sus ritos nunca les solicité que me invitaran. En una de mis visitas, mientras caminaba me encuentro con Luis que me dice después del saludo: he cocinado yagé ¿vas a venir? Mientras visito otra casa, pasa Agustín con su cusma rojo, bien pintado su rostro con su arco musical. Nos saludamos y le pregunto ¿dónde vas tan elegante? Me dice: a la casa del yagé. ¡Vendrás más tarde!. Sigo visitando y al llegar a la casa de Samuel le encuentro que están recogiendo las cosas para ir a la casa del yagé. Me dice: ven con nosotros. Era la tercera invitación, así que no pude negarme. Vuelvo a casa de Marta, donde dejé mi mochila y le cuento que me voy a la casa de yagé. La casa del yagé es una casa en el interior de la selva que se utiliza sólo para ese rito. Ella me da una hamaca para que pueda llevarme y colocarla para estar más cómodo. (El ritual del Yagé duró desde las 6,30 de la tarde hasta las 7 de la mañana) Allí estaba Víctor el curandero que preside, por decir de alguna manera, el rito del yagé. Vestido de cusma azul, pintado con las señas del tigre. Le pedí permiso y le expliqué que me invitaron. Con todo gusto me ayudó a colgar la hamaca y estuvo pendiente de mí explicándome algunas cosas. Después de varios largos ratos de cantos, llegó la toma del yagé. Todos se acercaban a tomar, yo me quedé en la hamaca. Al final me llama Víctor y me invita a tomar. Yo le explico que merendé y que me puede hacer vomitar, así aprendí de ellos sus efectos. El me contesta: te voy a dar poco para que pruebes, no te hará daño. Así fue como conocí el amargo sabor de esa bebida sagrada que sólo se aprende a tomar a base de no pocos ayunos. La larga noche del yagé concluyó con la curación de Sofía y con unos cantos para atraer a las guanganas hasta su territorio. Creía hasta ese día que las vigilias eran cosas de monasterios y religiosos. Los Sionas y Víctor me mostraron que sus “vigilias” eran capaces de sanar y de procurar la comida para todas las familias de su comunidad.
Palabra compartida
Una tarde soleada paseábamos junto a la ribera del río Aguarico en San Pablo de Cantesiayá, un pequeño poblado indígena Secoya. Celinda y Maruja estaban aseando la pequeña capilla. Los Secoyas fueron evangelizados por un matrimonio de misioneros Norteamericanos de la iglesia Bautista. Al vernos, salieron a saludarnos y nos invitaron al culto que esa noche iban a tener. A las 7 de la tarde nos acercamos al culto, nos hicieron pasar adelante y participamos de él. Después de sus cantos, oraciones y comentarios, Celinda nos invita y nos pide que digamos para todos “nuestra palabra” y a la hermana Dora que me acompañaba, le piden que además les enseñe un canto. Hicimos una cosa muy breve y les agradecimos el detalle de su invitación. Al salir nos pidieron que siempre que visitáramos, lo hiciéramos en jueves para que pudiéramos participar del culto. Así lo hemos hecho durante años. En una ocasión me acompañaban dos hermanas que nunca habían estado en esa comunidad. Después del culto las hermanas se extrañaban de su amabilidad, acogida y apertura de los Secoyas. En nuestra región, donde las sectas, más que religiones o Iglesias, somos recelosos y competidores, dos mujeres Secoyas nos muestran que hay más cosas que nos unen que nos separan, que lo que a ellas les sirve y ayuda lo quieren compartir con nosotros, nos enseñaron, sin saber ellas, más que un detalle de ecumenismo.
La piedra negra cura la picadura de serpiente
Hace unos días, Gabriel Larraya a través de los Padres Blancos me consiguió diez “piedras negras”. Con ellas se pueden curar las picaduras de serpiente si se la coge a tiempo. Siempre llevo en mi mochila una de ellas cuando visitamos las comunidades. Por años cargué sin necesidad de utilizarla, siempre con la incertidumbre si esa piedra era tan mágica como comentaban.
Estábamos de visita en la comuna Secoya de Sehuaya. Un día a las 12´20 de la noche llegan a la escuela donde dormíamos en nuestras carpas para pedirnos una linterna para ir a la casa de Gilberto, el promotor de salud, porque a Ramiro le ha picado una culebra. Mientras corrían a casa de Gilberto, entre sueños nos dimos cuenta que teníamos la piedra negra en la mochila. Claudia, una misionera que con frecuencia me acompañaba por el río Aguarico, me ayudó en la preparación del pequeño botiquín que llevábamos. Corrimos a la casa de Ramiro y lo encontramos tumbado y con el pie, donde le había picado la culebra, ya bastante hinchado. Hacía unos 20 minutos que le había picado. Le hicimos con una navaja, una pequeña incisión cercana a la picadura para ponerle la piedra. Ésta al contacto con la sangre, se pega y se queda por varios días absorbiendo. La aplicación es sencilla y se realiza en pocos minutos. Alrededor del pie y para proteger la piedra, le colocamos un pañuelo y a esperar. Pasamos toda la noche a su lado y la hinchazón dejó de aumentar. Pasó la noche tranquilo, al día siguiente también. Después de pasado el apuro, lo enviamos al subcentro de salud más cercano que estaba a día y medio entre río y camino, para que le aplicaran la medicación necesaria porque las picaduras provocan severas infecciones. Claudia y yo nos miramos extrañados a la vez que muy satisfechos porque gracias a la piedra negra Ramiro vive hoy y pudimos comprobar las excelentes cualidades que de ella se dice.
Un parto en la selva
Pasé siete hermosos años en la Isla de Pompeya o Lunchi Isla, donde aprendí a imaginar cómo puede ser el paraíso, cada tarde que paseaba descalzo por la hierba de aquel jardín cuidado desde años por los misioneros. Era un mes de agosto y los compañeros misioneros estaban de vacaciones. Quedamos en la isla la Hna. Rosília, Laurita y un servidor.
La hna. Rosília era enfermera y una excelente comadrona. Las mujeres indígenas que acostumbran a dar a luz en sus casas, se acostumbraron pronto a la ayuda y al cuidado de Rosília para estos menesteres.
Cada día a las seis de la mañana los hermanos nos acercábamos a la casa de las hermanas para compartir la eucaristía. Uno de los días llego al pequeño oratorio y no encuentro a la hermana, espero unos momentos y escucho ruidos cerca del dispensario, me acerco para ver qué pasa. Al verme Rosília me dice: ven, hoy vas a conocer un parto. Eso que más de una vez deseabas, hoy vas a tener la oportunidad de ver. Rápido, te voy a enseñar dónde están las cosas y cada vez que necesite algo me las vas a traer, así que me encarga el papel de ayudante.
El parto presentaba alguna dificultad, por ello tuvo que aplicarle “pitosin”, una ampolla que ayuda en la dilatación.
Hasta hoy recuerdo a Maritza, una niña que nació con dificultades y que gracias a la experiencia de Rosília en pocos minutos cambió aquél color morado oscuro por el rosado, aquellas bocanadas en silencio, por el lloro que anunciaba la nueva vida.
Así, sin pensarlo, aquella mañana de agosto presencié la belleza y la dificultad de un parto; aprendí la tranquilidad, seguridad y eficacia de Rosília como comadrona y; Maritza nos sacó de nuestras alabanzas cotidianas para admirar el llanto que anuncia regalo de la vida, custodiada por un sol espectacular que comenzaba a levantarse sobre la selva y el río Napo.