
Con estas palabras del papa Francisco estamos sintetizando y resumiendo la vida de un hombre, pequeño de estatura (no pasó del 1,35 de alto), pero de un corazón inmenso capaz de albergar y acoger a todos los que se acercaban a él. Y ese hombre fue Adeodato Juan Mandic Zarevic, como se llamó por nacimiento, aunque es conocido por el nombre de Leopoldo de Castelnuovo que recibió al ingresar en el noviciado de los Hermanos Menores Capuchinos.
Nació nuestro santo en Herceg-Novi o Castelnuovo, en la actual Croacia. Era el último de una familia más que numerosa y, como señalada alguien, quizá por eso le pusieron el nombre de Bogdan o Adeoato (“Dado por Dios”). En su familia, profundamente católica y perteneciente a una clase acomodada, aunque, por razones políticas, perdió todo, aprendió Leopoldo, por una parte, a vivir y crecer en la fe y, por otra, a experimentar lo que suponía la necesidad y la pobreza, aprendiendo así a comprender y acoger a los que más tarde se acercarán a él.
En 1884 comienza el año de noviciado en la Provincia de Venecia, recibiendo el nombre con el que será conocido en adelante: fray Leopoldo de Castelnuovo. Culmina los estudios filosóficos y teológicos y en 1890 recibe la ordenación sacerdotal. Inmediatamente pidió a sus superiores ser enviado a su tierra natal para llevar adelante su deseo más hondo: trabajar por la unidad de los cristianos. Sin embargo, por su débil salud y por un defecto en la pronunciación, no lo consideraron apto y rechazaron su petición. Él, en lugar de rebelarse, se recogió en el silencio de la obediencia, en el misterio de la oración por la unidad de los cristianos y en la penumbra del confesionario. En 1936 escribirá: “Pondré todos mis esfuerzos en buscar por doquier, ayudado siempre por la gracia de Dios, el cumplir esta mi doble misión: ante todo la salvación de mi pueblo y también el cuidado espiritual de los fieles, por medio del sacramento de la penitencia”.
Y estos son las dos notas que destacan en la vida de San Leopoldo. Primero, su preocupación por la unidad de los cristianos, la vuelta a la Iglesia de los hermanos separados. No podrá ir a trabajar entre ellos físicamente, pero no dejarán de estar presentes siempre en su oración, especialmente en la celebración de la Eucaristía. Esta preocupación será tan importante para él que nunca quiso renunciar a su nacionalidad por si algún día podía volver a su país, decisión que le costó sufrir durante la primera guerra mundial, ya que, al no tener la nacionalidad italiana, fue desterrado al sur de la península.
Pero la tarea por la que más conocido es San Leopoldo es su dedicación al ministerio de la reconciliación, ministerio al que dedicaba horas y horas en la pequeña celda-confesionario donde acogía a todo el que se acercaba. A todos dedicaba su atención y su servicio, para cada uno tenía la palabra oportuna. Se cuenta que le acusaron de ser “confesor de manga ancha”, pero él respondía que era “confesor de la misericordia de Dios”. Más aún decía: “Algunos dicen que soy demasiado bueno, pero si usted viene y se arrodilla delante de mí, ¿no es suficiente prueba de que usted implora el perdón de Dios? La misericordia de Dios sobrepasa todas las expectativas”. Y añadía: “Si el Crucifijo me hubiese que reprochar la manga ancha respondería: Este triste ejemplo, Padre bendito, me lo habéis dado vos; yo todavía no he llegado a la locura de morir por las almas”. Precisamente el papa Juan Pablo II le canonizó durante el Sínodo de la Reconciliación. En el confesionario prestó una atención especial a algunos aspectos de gran actualidad: la defensa de la vida en todas sus fases y la preocupación por las mujeres maltratadas.
El 30 de julio de 1942, cuando iba a celebrar la Eucaristía, se desvaneció en la sacristía y, después de recibir los sacramentos, murió plácidamente. Solo treinta y cuatro años más tarde, Pablo VI le beatificó, señalando en su homilía: “Se santificó principalmente en el ejercicio de la reconciliación”. Por eso el mensaje que nos deja para el mundo de hoy queda recogido en las palabras del papa Francisco: “La Iglesia siente la urgencia de anunciar la misericordia de Dios… Ella sabe que la primera tarea, sobre todo en un momento como el nuestro, es la de introducir a todos en el misterio de la misericordia de Dios, contemplando el rostro de Cristo”.
Jesús González Castañón