
Son los datos escuetos de una vida. Pero ¿qué se esconde detrás de ellos? Las siguientes palabras de un biógrafo resumen lo que encierran esas fechas: “Poco antes de ser ordenado sacerdote, en 1580, escribió en Perusa de su puño y letra, en latín, una oración programática en la que se encuentra ya todo el futuro santo: el amor de Dios y del prójimo que le hace anhelar el martirio, la sumisión humilde a la santa madre Iglesia, la confianza filial en la Virgen María, y la devoción singular al ángel de la guarda, a los santos ángeles y al Seráfico Padre san Francisco. Treinta y dos años más tarde, poco antes de morir, escribió tres largas cartas para reafirmar su fidelidad a la enseñanza de la Iglesia, porque “solo esta doctrina le garantizaba la seguridad de salvarse en la verdadera fe”. En esta fe de la Iglesia él practicó y vivió con decisión la opción fundamental del Evangelio de Jesús: “Evangelizar a los pobres”. Este es el trasfondo real e ideal en el que se coloca toda su biografía”. Síntesis de una vida en la que quedan señalados los fundamentos que la sostienen y las manifestaciones de la misma enseñando todo lo que encierra su corazón. Destaquemos tres aspectos de su biografía:
El secreto de este éxito, si se une al carácter indómito del personaje, hay que atribuirlo sobre todo a su íntima unión con Dios, cultivada en su espíritu con una vida de oración incesante. Es la “fuente de energía” en la que bebe lo que transmite a los demás. Era fiel a lo que aconsejaban las Constituciones a los predicadores: “Para que predicado a otros no se pierdan ellos, dejen de cuando en cuando el bullicio de los pueblos y vuélvanse a la soledad, donde con nuestro dulcísimo Salvador suban al monte de la santa oración y contemplación y en él estén hasta que, llenos de Dios, el ímpetu del espíritu Santo los mueva a derramar sobre el mundo la gracia divina”.
De esa fuente de energía manaba lo que transmitía a los demás en la predicación. José de Leonisa fue, antes que nada, un predicador, un anunciador de la buena noticia, dedicándose especialmente a los sencillos, a los más necesitados de recibir el mensaje. Se le puede aplicar perfectamente lo que escribía Pablo VI: “Sensible a su deber de predicar la salvación a todos, sabiendo que el mensaje evangélico no está reservado a un pequeño grupo de iniciados, sino que está destinado a todos, la Iglesia hace suya la angustia de Cristo ante las multitudes errantes y abandonadas como ovejas sin pastor y repite con frecuencia su palabra: ‘Tengo compasión de la muchedumbre’” (EN 57). Esta dedicación le empujó a ofrecerse al Ministro General para ser enviado a la misión de Constantinopla donde se dedicó con gran entusiasmo a la atención de los cristianos prisioneros y esclavos y donde intentó convertir al mismo sultán, lo que le valió ser condenado, como hemos señalado, al suplicio “del gancho”.
El tercer aspecto destacable en su vida es su amor y dedicación los pobres, a los más necesitados por los que sentía una especial predilección. Son numerosos los casos que los biógrafos destacan de este aspecto de su vida. Solamente recordamos uno: Un día encuentra a un pobre mendigo, viejo y moribundo, tirado al borde del camino; lo carga a sus espaldas y, atravesando la ciudad, lo llevó hasta el convento donde cuidó de él con exquisita delicadeza. Conocía muy bien lo que había escrito san Juan: “Si alguno dice: ‘Amo a Dios’ y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1Jn 4,20).
Más allá del espacio y del tiempo, san José de Leonisa no invita a hacer realidad lo que escribe el papa Francisco: “La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo más. Pero ¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer?” (EG 264).
Jesús González Castañón