
“Lo que quisiera recordar con esta Exhortación es sobre todo el llamado a la santidad que el Señor hace a cada uno de nosotros, ese llamado que te dirige también a ti: «Sed santos, porque yo soy santo». El Concilio Vaticano II lo destacó con fuerza: «Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre». «Cada uno por su camino», dice el Concilio. Entonces, no se trata de desalentarse cuando uno contempla modelos de santidad que le parecen inalcanzables. Hay testimonios que son útiles para estimularnos y motivarnos, pero no para que tratemos de copiarlos, porque eso hasta podría alejarnos del camino único y diferente que el Señor tiene para nosotros. Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él, y no que se desgaste intentando imitar algo que no ha sido pensado para él. Todos estamos llamados a ser testigos, pero existen muchas formas existenciales de testimonio. De hecho, cuando el gran místico san Juan de la Cruz escribía su Cántico Espiritual, prefería evitar reglas fijas para todos y explicaba que sus versos estaban escritos para que cada uno los aproveche «según su modo». Porque la vida divina se comunica «a unos en una manera y a otros en otra»”.
Estas palabras del papa Francisco en su exhortación Gaudete et exsultate son una buena introducción para acercarnos a la aventura humana y creyente del Beato Tomás de Olera, beatificado a los trescientos ochenta y dos años de su muerte, como recordaba el Ministro General de la Orden Capuchina cuando hacía la presentación del nuevo beato. Las palabras del papa nos ayudan a entender la figura sorprendente de este hermano capuchino: siendo un simple fraile limosnero fue maestro de espiritualidad tanto para las personas de humilde condición como para las de alto rango de la sociedad de su tiempo.
Tomás Acerbis nació Olera (Bérgamo) a finales de 1563, en una familia campesina de escasos recursos. Con ellos compartió pobreza, penas y fatigas. Como en aquel apartado lugar no había escuela, era analfabeto, cuando en 1580, a los 17 años, pidió el hábito capuchino en la provincia véneta como hermano laico. Después de ingresar, aprendió a leer y escribir, revelándose pronto, según recogen las crónicas, "como maestro y espejo de perfección religiosa, lleno de virtudes". En 1584 emitió su primera profesión y comenzó su camino hacia la santidad a través de los distintos oficios que la obediencia le fue encomendando. Durante unos cuarenta años ejerció el delicado oficio de la mendicación en diversos conventos de la región véneta, primero, y después, cuando pasó a formar parte de la provincia del Tirol, reclamado por el mismo archiduque, en Innsbruck (Austria). Como otros muchos hermanos capuchinos, fray Tomás realizó este oficio teniendo en cuenta lo que señalaban las Constituciones: “Pórtense de tal modo en sus obras y palabras que den a todos buen ejemplo y ganen para sí y para la Orden la veneración y afecto de los seglares”.
Obediencia y humildad lo hicieron "el hermano de la limosna”, dice el Ministro General, y el amor a las almas lo hizo un apóstol. Yendo de casa en casa pidiendo la limosna, dio testimonio del Evangelio; habló de Dios; instruyó en la fe a humildes y grandes; sostenía la fe de los vacilantes; logró reconciliaciones y el perdón entre las personas; visitó y consoló a los enfermos; dio ánimo a los pobres, denunciando el mal y la injusticia y logró muchas conversiones, consiguiendo que volvieran a la Iglesia católica numerosas personas que se habían apartado de ella. Alguien le ha calificado como “un verdadero apóstol sin estola”, en diálogo con todos que "se admiraban…, pues parecía humanamente imposible que un sencillo hermano lego hablara tan altamente de Dios como él hablaba. En todas partes hablaba de las cosas de Dios con tanto espíritu y devoción que todos quedan maravillados, llenos de estupor". Caminando por las calles y caminos, tenía en cuenta lo que el padre san Francisco había escrito en la Regla: “Aconsejo también, amonesto y exhorto a mis hermanos en el Señor Jesucristo, a que, cuando van por el mundo, no litiguen ni se enfrenten a nadie de palabra ni juzguen a otros, sino sean apacibles, pacíficos y mensurados, mansos y humildes, hablando a todos honestamente, según conviene”. Desde ahí, llevando la paz profundamente grabada en su corazón, exhortaba a la paz y al perdón y trabajaba para reconciliar a los que estaban enfrentados, aprovechando du prestigio para recomponer la concordia y la unidad.
Llama la atención que tuviera tal facilidad de palabra e influyera en tantas personas de toda condición. No siendo sacerdote, todos se admiraban de que fuera capaz de hablar tan bien acerca de Dios, suscitando en quien lo escuchaba asombro y sorpresa, educando la fe de las personas, humildes o nobles, e impregnándolo todo de amor. Buscaban su amistad y su consejo las personalidades más variadas. A todos enseñaba la “alta sabiduría del amor” y animaba a todos a profundizar en la fe permaneciendo fieles a la Iglesia católica. Destacó entre sus amistades y dirigidos el científico Hipólito Guarioni, médico en la corte ducal de Innsbruck, que compartió amistad con él durante muchos años y después de su muerte recogió “dichos y hechos” de fray Tomás, reconociendo que “por todos lados hablaba de las cosas de Dios, con tanto espíritu y devoción que dejaba a todos estupefactos y maravillados”.
“El santo es una persona con espíritu orante, que necesita comunicarse con Dios. Es alguien que no soporta asfixiarse en la inmanencia cerrada de este mundo y en medio de sus esfuerzo y entregas suspira por Dios, sale de sí en la alabanza y amplía sus límites en la contemplación de Dios”. La vida del beato Tomás encuentra su explicación en estas palabras del papa Francisco. La oración era su fuente de energía, la oportunidad de llenar su corazón de la sabiduría que compartía con los demás. En la oración hacía presentes las necesidades intenciones de todos aquellos con los que se relacionaba. En ella aprendía lo que no había conseguido en los libros. Nos hablan los biógrafos de su oración nocturna en la que recuperaba el tiempo que había dedicado al servicio de la mendicación durante el día. Y tres eran sus fuentes de inspiración: Cristo crucificado, “en cuyas llagas amadas se aprende la sabiduría del amor”; la Eucaristía en la que experimentaba el amor gratuito e incondicional del que “amó hasta el extremo a los suyos” (Jn 13,1) y la Virgen María a la que en sus escritos proclama Inmaculada y Asunta.
El Ministro General de la Orden resume su aventura con estas palabras: “Cada tiempo y cada momento histórico tiene sus dificultades y fatigas. Fr. Tomás de Olera vivió en un periodo complejo, lleno de contradicciones y de desencuentros violentos. El tiempo, sin embargo, tiene su fascinación, porque hace aparecer y pone a la luz la pasión del hombre y de su deseo de afirmarse o, al contrario, de dejar que Dios se afirme y se muestre visible y tangible. La Orden le confió la «mendicación» para la subsistencia de los hermanos y de los pobres del convento; la gracia lo transformó en el solicitado consejero de nobles y siervos, en el docto maestro espiritual que sabía pronunciar la palabra que orientaba a Cristo, escondiéndose, como saben hacerlo los verdaderos místicos y contemplativos del Misterio”.
Jesús González Castañón