
En un pintoresco y pequeño pueblecito, Alpandeire, sobre las montañas de Ronda en la provincia de Málaga, el matrimonio Diego Márquez Ayala y Jerónima Sánchez Jiménez, humildes campesinos, el 24 de junio de 1864 tuvieron su primer hijo, que fue bautizado el 24 de junio de 1864, cinco días más tarde recibiendo el nombre de Francisco Tomás de San Juan Bautista en la monumental iglesia parroquial llamada la “catedral” de la Serranía.
Desde su más tierna juventud tuvo que ayudar a sus padres en las tareas del campo: guardar un pequeño rebaño y, a medida que fue creciendo en edad, trabajar el campo. Era un niño juicioso, alegre y afable, deseaba asistir a la misa temprana y visitar al Santísimo. Desde joven valoraba la pobreza como expresión de vida interior. Los paisanos que lo habín conocido decían que poseía un “corazón de oro” y contaban que, desde niño, socorría a los pobres dándoles su merienda.
Habría deseado hacerse religioso siendo aún adolescente, pero en aquellos lugares rupestres y aislados resultaba difícil comunicarse con los religiosos. Recibió la confirmación a la edad de veintisiete años, el 11 de septiembre de 1881, por manos del obispo de Málaga, Marcelo Spínola y Maestre, beatificado por el Beato Juan Pablo II, en 1987. Casualmente, en mayo de 1894, para las celebraciones en honor del Beato Diego José de Cádiz, llegaron dos capuchinos a predicar a Ronda, donde el nuevo Beato había muerto y era muy venerado. El joven campesino asistió a sus predicaciones y tomó la decisión de hacerse capuchino, atraído por su comportamiento recogido y por el fervor de sus palabras.
Vistió el hábito capuchino en el convento de Sevilla iniciando el año de noviciado bajo la dirección del Superior y Maestro de Novicios P. Diego de Valencina, tomando el nombre de Leopoldo de Alpandeire. Era una vocación madura, natural coronamiento de una vida inocente y piadosa. Él supo ocultar sus propias penitencias y cumplir con sus deberes de manera irreprensible.
Emitió los votos religiosos el 16 de noviembre de 1900 y permaneció, como todos los santos hermanos capuchinos, como un gran trabajador. Cultivó el huerto de los frailes en el convento de Sevilla, Antequera y Granada. La azada lo seguía como fiel compañera, pero pronto aprendió a sublimar el trabajo, a transformarlo en oración y en servicio a los hermanos.
El 23 de noviembre de 1903, recién llegado al convento de Granada, emitió los votos solemnes en manos del P. Francisco de Mendieta, superior de la casa. En la oración y en el retiro continuaba su trabajo, cuando un día le encargaron el oficio de limosnero, alforjas al hombro. Granada, ciudad de la Alhambra, a los pies de Sierra Nevada, se convierte en el escenario de su vida durante más de medio siglo; hortelano, sacristán y limosnero, trabajos que unieron admirablemente el doble rostro de su vida: la dimensión contemplativa, su vida de oración, su vida íntima con Dios y su vida activa por las calles de Granada.
Vivió en un periodo histórico difícil, el tiempo de “las dos Españas”. Durante los años 1931-1936 cuando los gobernantes de la segunda República, constituida en 1931, pusieron todo su empeño en acabar con la Iglesia.
El cielo de España se tiñó de rojo ante el incendio de iglesias y de conventos. Fueron días de anarquía y de sangre que se llevaron por delante a 7000 víctimas entre los miembros del clero español. Los religiosos tuvieron que abandonar los conventos siendo expulsados de ellos por la fuerza. Fr. Leopoldo con heroica dedicación ejerció siempre su oficio de limosnero incluso durante estos años de abierta persecución contra los religiosos. Él tenía un concepto radical de la obediencia, dispuesto para cualquier emergencia, incluso a costa de la vida. Había crecido en un clima de gran austeridad, como en los primeros años del siglo XX se vivía en los conventos capuchinos con grandes ayunos, silencio, maitines a media noche, trabajo manual. Su santidad se impuso muy pronto ante la gente que lo veía pasar. Era proverbial su recogimiento en medio del tumulto de la ciudad. “Era un hombre todo de Dios”, decía la gente.
Sus grandes devociones fueron la Pasicón de Cristo y la Eucaristía, que recomendaba a todos. De noche pasaba muchas horas ante el altar con la excusa de que debía cuidar de la lámpara del Santísimo para que no se apagase. Otra gran devoción suya fue la devoción a la Virgen, característica de la espiritualidad de un hermano capuchino. Pero también aquí es original y transforma esta devoción en un poderoso medio de apostolado. He aquí el humilde limosnero de las tres Ave Marías. Su modo de rezarlas era indescriptible. Sólo escucharlas, dicen muchos, conmovía. Difundió en medio del pueblo esta humilde devoción mariana, y la gente acudía a él para que rezase las tres Avemarías por los enfermos incurables.
La repetición interminable de los mismos actos, no fue nunca para Fr. Leopoldo un hábito monótono y repetitivo, porque “cada cosa de la vida diaria la hacía como si fuese la primera vez”. En esta tensión espiritual que es verdaderamente portentosa, “el mayor milagro era su vida tomada globalmente en su totalidad”.
La tarde del 9 de febrero de 1953 hizo su último recorrido como limosnero por las calles de Granada. Bajaba las escaleras de una casa y cayó rodando. Se fracturó el fémur y, a partir de entonces, pudo moverse sólo dentro del convento. Pasó tres años de profunda intensidad espiritual.
La hermana muerte vino a visitarlo la noche del 9 de febrero de 1956. Tenía 92 años y conservó la lucidez hasta el final de la agonía. También para él se repitio´ una indescriptible afluencia del pueblo y muy pronto comenzaron a florecer los milagros. El humilde limosnero de las tres Avemarías, fue beatificado en Granada por Benedicto XVI, a través de su Delegado Pontificio S. E. Ángelo Amato, SDB, Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos.