Juan Luis, cuéntanos algunos detalles sobre ti...
Soy un hombre mayor que aún puede sostener ciertas actividades casi todas relacionadas con el mundo que envejece.
Soy del Madrid de la postguerra, de aquel de los gasómetros y el racionamiento. La tutela amorosa de mis padres evitó que alcanzara conciencia de la dificultad social imperante. Por eso de aquella infancia los recuerdos son gratos y cálidos.
A los seis años nos trasladamos a Zamora. Era otro modo de vivir, entre pueblerino y ciudadano. Allí hice el Bachillerato y consumí la adolescencia. Luego fui estudiante en Salamanca. Después comencé a trabajar como médico. Y se inició también mi vida familiar independiente. Del matrimonio nacieron cinco hijos al cuidado de una madre, de las de antes, que sacrificó por todos su carrera de Leyes. Hoy son ellos adultos y hay cuatro nietos. Pero ella ya no está. La razón de la continuidad de la especie está cumplida.
Llegamos a Pamplona en 1967 y desde entonces hemos permanecido en esta ciudad donde se ha desarrollado la vida profesional, la familiar y la personal. Precisamente aquí tuve mis primeros contactos con la Orden Capuchina y con san Francisco de Asís. Así mi mundo religioso quedó vinculado a las doctrinas y prácticas franciscanas. Fui dejando de trabajar paulatinamente, siendo mis últimas actividades profesionales las de Médico de Familia en el Servicio Navarro de Salud, la de profesor en la Universidad y la de médico de la Enfermería de Capuchinos. Entonces tenía 70 años y llevaba 44 en esta profesión. La jubilación apenas me causó daño. Otras ocupaciones menos relevantes las sustituyeron. Y pude verificar que el tiempo seguía siendo un enemigo implacable e indiferente.
Esta jubilación favoreció mis peregrinajes a Santiago de Compostela. Hice nueve caminos distintos en los casi diez años que la vida me permitió esa función de andariego. ¡Que distinto es el mundo cuando se le contempla andando! Ahora obligado por las circunstancias, mis andares van por los libros. Recojo los intereses de mis inversiones culturales de los años mozos. No me falta el suplemento de la música, la escuchada en directo y la conservada por la prodigiosa tecnología de hoy. Pero nada es comparable con el asistir emocionado y atento al encuentro humano, a la vida del otro. Las amistades, los asistidos desde el Voluntariado, los entrecruzamientos que traen los días. Esto ha substituido a los actos médicos en los que, al ejercicio diagnóstico y terapéutico, se añadía siempre el reconocimiento del valor humano de quien sufría una enfermedad. Adviertes que queda poco por vivir, por aprovechar según tus capacidades el tiempo de la vejez. Y aceptas que debe ser así, que bastante has disfrutado y exprimido tu existencia, que el vehículo corporal está cansado, que debes renunciar y despedirte con satisfacción y agradecimiento.
¿Cuál ha sido y es tu actividad profesional?
Tras unas ligeras dudas, elegí la Medicina como opción formativa. Salamanca fue la patria de mis conocimientos médicos y culturales. A partir de 1966 fui profesional de la Medicina, primero en dos pueblecitos de la provincia de Zamora y luego, con la primera oposición de la Seguridad Social, médico de cabecera en Pamplona. Pronto comprendí que el ejercicio profesional basado en un buen conocimiento y en una experiencia creciente tenía que anudarse a un ejercicio humano de acompañamiento en la peripecia sufriente del enfermo. Siempre trabajando con las exigencias que la Seguridad Social imponía, hice la Tesis Doctoral y la especialidad de Medicina Interna. Al acabar estas tuve la fortuna de iniciar un nuevo trabajo en la Casa de Misericordia, una Residencia de Ancianos, casi un pueblo de personas de edad, con mucho prestigio ciudadano y con un hospital interior. Allí obtuve mi especialidad en Geriatría y recibí el inapreciable regalo de compartir las tareas clínicas con un compañero mayor de alta cualificación clínica y de exquisita bondad. En esta he desenvuelto casi toda mi tarea de 30 años, y hay me siento deudor con la vida y con la Providencia por lo que pude hacer por los ancianos y el beneficio que ello originó en mi experiencia humana y profesional. Tuve la fortuna de ser colaborador médico en la recién abierta Enfermería de Capuchinos en Extramuros hasta el 2011 y profesor de Nutrición Geriátrica en la Universidad de Navarra durante 20 años. Además fundé la Sociedad Navarra de Geriatría en 1991 y un año antes el Voluntariado Geriátrico Franciscano de Pamplona. Ser voluntario es, y ha sido, una experiencia humana sobresaliente, un magnífico complemento a mi actividad profesional. Sabía que, si Dios me concedía vida, un día se amalgamarían mis conocimientos y mis vivencias, no solo sabría que es la vejez, además sería protagonista de la misma. Aunque no siempre pienso que eso es positivo.
En la actualidad, abandonada ya la actividad clínica, continúo en el mundo gerontológico como asesor esporádico para algunas personas e instituciones. De ahí mi intervención en algunos cursos o charlas. Pero lo más común es mi tarea en el Voluntariado como Presidente y como voluntario de a pié. Este Voluntariado el pasado año creó, junto a la Sociedad Navarra de Geriatría, el Grupo de Estudios de la Soledad en la Vejez, GRESOVE, donde, con otros profesionales de alto rango ya jubilados, nos dedicamos a ofrecer a la sociedad un conocimiento realista de la soledad y a mostrar los remedios que hoy disponemos para conjurarla. Que por cierto no hay más que un adecuado y comprometido acompañamiento.
¿Qué significa envejecer y cuales son sus consecuencias?
La última etapa de la vida en nuestra sociedad es la vejez. Pienso que hay que aceptarlo como un logro y como un desafío. Quizá se deba advertir, como preámbulo, que los 65 años es el inicio de la vejez oficial, la de la jubilación. La realidad es que para la gran mayoría se empieza a sentir como carga la vejez a partir de los 80 años. El triunfo de la edad no solo es una expresión de optimismo inveterado, es una realidad fundada en la supervivencia. Llegar a los 65 y más, con suficiente salud y con actividad adecuada, es ganancia ocasionada por una buena resistencia frente a los peligros de las enfermedades y a los conflictos personales y sociales. El desafío es favorecer un buen envejecer, peregrinar por las limitaciones con dignidad, devolver a la vida algo de lo que nos ha concedido apurando ciertas utilidades y permanecer entre los demás ocasionando las menores molestias.
Hoy se acepta en los medios científicos que el envejecimiento se origina en la estructura genética celular. La parte final de los cromosomas, el telómero, se acorta con la edad y esto determina los cambios en las células y en los tejidos que constituyen el proceso íntimo del envejecer. Este proceso es irreversible y distinto en cada persona. No debe olvidarse que cada ser humano es único, diferente. Esta individualidad es efecto de la codificación genética. Pero además el envejecer no es del mismo grado en los sistemas orgánicos, cada uno lo hace de modo independiente aunque se ha de conservar la unidad orgánica y personal. La cuarta característica del proceso es que su avance no es lineal, lo hace de manera irregular y casi siempre sin causa objetivable.
Tres aspectos merecen destacarse en el envejecimiento humano donde el desgaste de las funciones es el elemento principal. Uno es la torpeza del movimiento, otro la lentitud, no solo en la movilidad, también en la actividad psíquica y un tercero es el debilitamiento de la memoria. Y en al ámbito personal la tendencia a la soledad y el juicio de acabamiento son dos consecuencias de gran valor por definir la interrelación de quien envejece con el medio humano. El horizonte vital es corto y el vehículo corporal hace difícil es salir de uno mismo.
En la actualidad, ¿estamos preparados para envejecer?
Somos muchos los mayores y vivimos mucho tiempo. Esta es una de las características de la sociedad de hoy y que ofrece unas consecuencias para muchos alarmantes. Además no faltan opiniones científicas que pregonen que se puede llegar a los 140 años con un grado más que aceptable de juventud. Eso dice, entre otros, la Dra. Blasco, genetista española especialista en terapia génica. ¿Cómo sería una sociedad de seres humanos con un envejecimiento solo cronológico? En ese mundo utópico no me gustaría vivir. Típica manifestación de una sociedad sin trascendencia y sin imaginación. Claro que todos no pensaríamos igual, en especial los bien acomodados en esta sociedad de la opulencia.
Hoy no es fácil envejecer. Las corrientes de moda sitúan al vigor, al éxito, al poder y a la belleza en la cima de las aspiraciones. Nosotros, los que componemos la edad mayor, apenas producimos, no poseemos poder (salvo la gerontocracia de los consejos de Administración bancarios), no podemos competir en casi nada y menos en los concursos de belleza o de musculación. Antes, el abuelo era en las familias el jefe del clan y a él se acudía para el consejo. La sabiduría del anciano de mente clara no puede competir con la tecnocracia imperante. Y sin embargo su experiencia es un valor evidente mal aprovechado. Ahora el anciano en las familias o es una carga o amenaza con serlo. Menos mal que entre el comienzo de la jubilación y la aparición de las enfermedades y la invalidez hay un espacio temporal variable en el que la utilidad aún es posible. Con tal de no caer en un activismo agónico, muchas opciones de aprovechamiento se ofrecen a las personas mayores que le dan sentido a su tiempo y son beneficiosas para la sociedad. Pero la renuncia no se desarrolla con satisfacción casi nunca. Y adaptarse e esa penuria vital que son las enfermedades y la pérdida de autonomía es un ejercicio en el que suspenden la mayoría, que aceptan de mal grado y por obligación. Ahí la dinámica familiar o comunitaria es el campo de acción fundamental. Ante la edad de la pérdida el entorno humano con su comprensión, afecto y compromiso de ayuda puede aliviar decididamente la situación.
El envejecimiento activo se ha convertido en una moda en esta sociedad. Hay quien lo entiende como un alargamiento de la juventud. La mayoría como un modo de alcanzar una vejez menos tormentosa y útil. Es un conjunto de recursos donde se pone en juego la voluntad del individuo frente a las obligatoriedades de la decadencia. De ellos hay que destacar como el principal la actividad. Y no solo ese ejercicio físico que debe desarrollarse de acuerdo a las capacidades y gustos de las personas. La actividad psíquica y mental han de estar presente en todos los mayores como un elemento indispensable para un envejecer satisfactorio. Aquí se incluye la utilidad donde se debe negociar la previa preparación y las necesidades que se hallan alrededor. La correcta alimentación, el control de las enfermedades y de los factores de riesgo, el mantenimiento de las relaciones humanas y el riego constante de ese jardincillo que es el de las ilusiones, conforman el conjunto de esas medidas a aplicar que dependen de nosotros.
¿Puedes indicarnos tres claves para llevar a cabo la mejor atención de los enfermos ancianos en las familias? ¿Y en las comunidades?.
Una de las notas que definen la vejez es la facilidad con que se contraen enfermedades. Más el verdadero drama, la prueba de fuego es la invalidez: el depender de los demás para vivir. En las estadísticas al uso el número de personas de edad que padecen invalidez, y por tanto dependencia, es de 10%. Esta cifra se eleva al aumentar la edad. En las familias es una situación que puede ser crítica si las circunstancias no son favorables. El ambiente familiar se agrieta fácilmente en esta situación. Entre otros factores dependerá de la composición familiar, de la vivienda y de la economía disponible. Ante un padre o madre enfermos el esfuerzo de la familia para su atención les introduce en una época de cambio y compromiso casi siempre mal tolerado. El primer elemento que ha de motivar el cuidado es el afecto, lógico en casi todas las familias, pero no siempre presente. Junto a él el deber, bien sostenido aún en nuestra sociedad, por el que la conciencia social del parentesco hace obligatoria la atención. Y el reconocimiento del valor de esas vidas amenazadas que han permitido a los hijos llegar a esa altura de la vida. Han de sopesar con lucidez el esfuerzo humano que han ido poniendo los miembros mayores de la familia durante muchos años para que hacer solido el entramado material y emocional que se disfruta. Esto es válido para la sociedad en la que vivimos que no debe olvidar que, gracias a los que hoy son jubilados, se ha llegado a la situación actual de desarrollo.
No es muy diferente en las comunidades. Lo primero es el afecto, el móvil emocional más valioso, como en las familias. Más no siempre será posible el afecto por los cambios frecuentes a los que están sometidos los miembros de la Orden y que impide esa continuada permanencia que origina la relación afectiva. Pero si el sentir la fraternidad, el pertenecer a una comunidad de hermanos donde la presencia de personas con enfermedad debe despertar el sentimiento de compasión básico en toda acción de cuidados. Y renovar a menudo el recuerdo de lo que fueron con el reconocimiento del valor su trabajo anterior, con sus desvelos y sus logros. No pocas veces se advertirá con pesadumbre como la vida no les premia cuando su salud y su independencia se rompen, convirtiéndose en seres que sufren y dependen de los demás para continuar viviendo con alguna dignidad. Ellos no pueden aproximarse a los demás como lo hicieron antes. Por ello es necesario y consolador continuar con los encuentros humanos. Familia, hermanos, amigos. Sin supiéramos el beneficio que podríamos llevarles con nuestra compañía pondríamos esta actividad entre las más útiles del tiempo que se nos ha concedido.
¿Qué recomendaciones le darías a una persona mayor que se va haciendo dependiente?
La invalidez es una situación crítica en la vida de una persona. Cuantas veces, al realizar la historia clínica a los ancianos, les preguntaba a que temían más si a la muerte o la invalidez, la respuesta era invariablemente la misma: a la invalidez. No me costó comprender que la pérdida de la autonomía tenía su raíz en un hecho antropológico. Nuestra primera función como animales humanos es la supervivencia. Y la amenaza que supone la reducción o pérdida de la independencia para la sobrevivencia es considerable. Se necesita al otro, al medio humano para continuar viviendo. Y la continuidad de la vida ha de hacerse con una disminuida satisfacción donde el dolor, la impotencia y el cambio de hábitos determinan un inaplazable sufrimiento.
Es preciso conocer a la persona que padece la enfermedad invalidante, su personalidad, sus gustos y apetencias, sus aficiones. De ese modo de puede conducir de adecuado modo una acción de cuidado y protección prolongada. Como recomendación primera para quien ha de aceptar esa penosa situación sería la conformidad. No se es dueño de la vida ni de su evolución. La mayor parte de las enfermedades incapacitantes no proceden de los hábitos y modos de la existencia previa. Por esto no debe enredarse en la culpa. Ni tampoco sería razonable considerar que la ingrata situación actual no es la gratificación deseada por la vida y el esfuerzo pasado. Se puede achacar a la suerte, pero en las personas que viven en religión, la Providencia y su entendimiento teológico, bastaran para dar sentido a esa enfermedad. Otro hecho básico es recibir la ayuda de los demás con humildad, con la naturalidad del que ha cumplido con el vivir y ahora necesita de los otros para funciones ordinarias. Aquí no cabe el orgullo, es altamente nocivo. Y hacer aprovechamiento de lo que aún es posible, ya no en función de utilidad, pero si en el de entretenimiento. También para esto se necesitan a los demás con dedicación y sensibilidad. El aburrimiento es, casi siempre, dañino. Y mal define la calidad de las atenciones a estas personas cuando pasan buena parte de los días solos y adormilados. Además de los cuidados profesionales que en cada caso se precisen, un factor capital en el devenir de estas personas dependientes es tener compañía, seguir manteniendo encuentros humanos, continuar sabiéndose parte del mundo en el contacto con el otro. Especialmente en la comunidad este ejercicio de la compañía es más necesario. A pesar de las muchas obligaciones que existen en los Conventos con la reducción de hermanos activos, el acompañar a los enfermos o incapacitados tenía que tomarse como una obligación fraterna primordial.
¿Tienes alguna anécdota que ilustre la relación de un profesional de la Geriatría con un anciano enfermo?
Uno de los aspectos más delicados y penosos de nuestra profesión es hablar de la Muerte a quien está condenado a morir en corto tiempo. Hasta no hace mucho, los especialistas no solían comunicar a los enfermos desahuciados la proximidad de su fin. En varias ocasiones me correspondió aceptar esa función. Recuerdo el caso del padre M. Le habían diagnosticado un tumor cerebral. Así se lo indiqué.” ¿Y cuánto tiempo crees voy a vivir?”, me preguntó. Le contesté que la referencia de los especialistas era de seis meses. Y le añadí que los medios que poseíamos para controlar los efectos del tumor permitían asegurarle una evolución con un mínimo de trastornos. Insistí en que iba a ser atendido cuidadosamente y que yo estaría cerca de él todo el tiempo. En efecto así fue. Su familia, sus amigos, sus compañeros de Comunidad, fueron un horizonte de compañía permanente. Y como tantos frailes, su muerte fue apacible. Esto me da pie para advertir que en caso de enfermedad terminal, las atenciones han de ser muy cuidadosas y que, para un hombre de fe el morir, debe ser un acto compartido con los demás con naturalidad por esa esperanza firme que proviene de una vida dedicada a afianzar y extender el Reino de Dios.
Atendí a una familia modesta durante años. Llegó un momento en que solo hubo un superviviente: la hija de matrimonio. Pero ya con 76 años y enferma. Se habían muerto todos, hasta su niño, por muerte súbita del lactante. Llevaba años con luto permanente. Además era tan pobre que hasta la desahuciaron de la casa familiar. La Casa de Misericordia ejercitó su espíritu original e ingresó enseguida. Aún vive, muy achacosa, siempre amable, educada, humilde y altruista. Aunque no tiene posibles, es de su tiempo del que dispone para favorecer a los que están aún peor que ella. Y así ha sido los 18 años que lleva albergada en la residencia. Como en el árbol junto a la acequia, hay seres que siguen produciendo fruto en su longevidad.
Gracias Juan Luis