La Tierra que nos sostiene: Gratitud y cuidado en clave franciscana
                            
                            Noviembre es un mes en el que la naturaleza se repliega y nos invita al silencio. Los árboles se despojan de su vestido dorado, los campos reposan, la luz se vuelve más suave. Es el tiempo en que recordamos a quienes nos precedieron y reconocemos, con humildad, que también nosotros formamos parte del ciclo de la vida. El polvo vuelve al polvo, y todo lo creado vuelve al abrazo de Dios.
                             
                            En este contexto, el mensaje de san Francisco de Asís resuena con una ternura que nos desarma. Su Cántico de las Criaturas, que cumple ochocientos años, no es solo un poema; es un modo de mirar el mundo con ojos de hermano. Francisco no contemplaba la naturaleza como un escenario, sino como una familia viva: “hermano sol”, “hermana luna”, “hermano fuego”, “hermana agua”. En cada elemento veía una presencia del Creador y una llamada a vivir reconciliados con todo.
Hoy, cuando el planeta gime bajo el peso del abuso y la indiferencia, ese cántico se convierte en una profecía urgente. El hombre moderno ha olvidado su parentesco con la tierra, se ha creído dueño y no guardián. Hemos levantado muros entre nosotros y el resto de la creación. Y sin embargo, cada hoja que cae, cada río que resiste la contaminación, cada ave que migra, sigue hablándonos del mismo lenguaje que inspiró a Francisco: el del asombro y la gratitud.
El médico y teólogo Albert Schweitzer escribió: “Soy vida que quiere vivir, en medio de vida que quiere vivir.” 
Esa conciencia, tan cercana al espíritu franciscano, nos recuerda que la espiritualidad no se mide por lo que poseemos, sino por la calidad de nuestra relación con todo lo que existe. 
Cuando destruimos la naturaleza, nos herimos a nosotros mismos; cuando la cuidamos, participamos en la obra creadora de Dios.
En noviembre, el mes de los difuntos, la tierra nos enseña que todo lo que muere no desaparece, sino que se transforma. Las hojas que se desprenden alimentan el humus del bosque, y de esa aparente pérdida brotará la vida nueva de la primavera. Así también, nuestras renuncias por amor a la creación —renunciar al derroche, al exceso, al ruido— pueden convertirse en semillas de futuro, en gestos que devuelvan esperanza a un mundo herido. 
Responder a los desafíos ecológicos no es solo una cuestión ambiental; es, ante todo, un acto de fe y de amor. Es creer que la tierra puede renacer si aprendemos a vivir con menos y a amar más. Reconocemos que el Evangelio tiene implicaciones ecológicas: quien vive según las Bienaventuranzas no puede permanecer indiferente ante el sufrimiento del planeta. Quizá el tiempo otoñal sea el más franciscano de todos: tiempo de cosecha y de gratitud, de aceptar los límites, de contemplar la belleza en su sencillez. La vida no consiste en acumular, sino en agradecer y compartir. Y cuando el corazón agradece, la mirada se limpia: volvemos a ver en el mundo el rostro de Dios.
Una oración para este tiempo
Señor, enséñanos a descubrirte en lo pequeño y en lo frágil.
Haz que sepamos cuidar de la tierra como quien cuida de un hermano.
Que la caída de las hojas nos recuerde la humildad,
y el silencio de los campos, la esperanza que brota en lo escondido.
Danos la sabiduría de san Francisco para vivir en paz contigo,
con los demás y con toda tu creación.
El Papa Francisco lo expresó con claridad en la Laudato Si’:  “No habrá una nueva relación con la naturaleza sin un nuevo ser humano. No hay ecología sin una adecuada antropología.”
Cuidar la creación no es una moda ni un deber moral aislado; es el modo más humano —y más divino— de vivir sobre la tierra.