Nosotros las entendemos normalmente como las palabras de la "buena educación". Está bien, una persona educada pide permiso, dice gracias o se disculpa si se equivoca. Está bien, pero la buena educación es muy importante. Un gran Obispo, san Francisco de Sales, solía decir que "la buena educación es ya media santidad". Pero atención: en la historia hemos conocido también un formalismo de las buenas maneras que puede transformarse en máscara que esconde la aridez del alma y el desinterés por el otro. Se suele decir: "Detrás de tantas buenas maneras se esconden malas costumbres". Ni siquiera la religión está protegida de este riesgo, que hace soslayar la observancia formal en la mundanidad espiritual. El diablo que tienta a Jesús ostenta buenas maneras - pero es realmente un señor, un caballero - y cita las Sagradas Escrituras, parece un teólogo. Su estilo parece correcto, pero su intención es aquella de desviar de la verdad del amor de Dios. Nosotros, en cambio, entendemos la buena educación en sus términos auténticos, donde el estilo de las buenas relaciones está firmemente radicado en el amor del bien y en el respeto por el otro. La familia vive de esta fineza del quererse.
Veamos: la primera palabra es "¿permiso?" Cuando nos preocupamos de pedir gentilmente también aquello que quizás pensamos que podemos pretender, nosotros ponemos un verdadero presidio para el espíritu de la convivencia matrimonial y familiar. Entrar en la vida del otro, incluso cuando es parte de nuestra vida, necesita la delicadeza de una actitud no invasiva, que renueva la confianza y el respeto. La confianza, en fin, no autoriza a dar todo por cierto. Y el amor, mientras es más íntimo y profundo, tanto más exige el respeto de la libertad y la capacidad de esperar que el otro abra la puerta de su corazón. Con este propósito recordamos aquella palabra de Jesús en el libro del Apocalipsis, que hemos escuchado: "Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos" (3,20). Pero ¡También el Señor pide el permiso para entrar! No olvidémoslo. Antes de hacer una cosa en familia: "¿Permiso, puedo hacerlo?" "¿Te gusta que lo haga así?" Aquel lenguaje verdaderamente educado, pero lleno de amor. Y esto hace tanto bien a las familias.
La segunda palabra es "gracias". Ciertas veces pensamos que estamos transformándonos en una civilización de los malos modales y de las malas palabras, como si fueran un signo de emancipación. Las escuchamos decir tantas veces también públicamente. La gentileza y la capacidad de agradecer son vistas como un signo de debilidad, a veces suscitan incluso desconfianza. Esta tendencia debe ser contrastada en el seno mismo de la familia. Debemos hacernos intransigentes sobre la educación a la gratitud, al reconocimiento: la dignidad de la persona y la justicia social pasan ambas por aquí. Si la vida familiar descuida este estilo, también la vida social lo perderá. La gratitud, luego, para un creyente, está en el corazón mismo de la fe: un cristiano que no sabe agradecer es uno que ha olvidado la lengua de Dios. ¡Escuchen bien eh! Un cristiano que no sabe agradecer es uno que ha olvidado la lengua de Dios. ¡Es feo esto, eh! Recordemos la pregunta de Jesús, cuando curó a diez leprosos y sólo uno de ellos volvió a agradecer (cfr. Lc 17/18). Una vez escuché sobre una persona anciana, muy sabia, muy buena, simple, con aquella sabiduría de la piedad, de la vida...La gratitud es una planta que crece solamente en la tierra de las almas nobles. Aquella nobleza del alma, aquella gracia de Dios en el alma que empuja a decir: "Gracias a la gratitud". Es la flor de un alma noble. Ésta es una bella cosa.
La tercera palabra es "perdón". Palabra difícil, cierto, sin embargo tan necesaria. Cuando falta, pequeñas grietas se ensanchan - también sin quererlo - hasta transformarse en fosos profundos. No para nada en la oración enseñada por Jesús, el "Padre Nuestro", que resume todas las preguntas esenciales para nuestra vida, encontramos esta expresión: "Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido" (Mt 6,12).
Reconocer de haber faltado y ser deseosos de restituir lo que se ha quitado - respeto, sinceridad, amor - nos hace dignos del perdón. Y así se detiene la infección. Si no somos capaces de disculparnos, quiere decir que ni siquiera somos capaces de perdonar. En la casa donde no se pide perdón comienza a faltar el aire, las aguas se vuelven estancadas. Tantas heridas de los afectos, tantas laceraciones en las familias comienzan con la perdida de esta palabra preciosa "discúlpame". En la vida matrimonial se pelea tantas veces...también ¡"vuelan los platos" eh! Pero les doy un consejo: nunca terminen la jornada sin hacer las paces. Escuchen bien: ¿han peleado marido y mujer? ¿Hijos con padres? ¿Han peleado fuerte? Pero no está bien. Pero no es el problema: el problema es que este sentimiento esté al día siguiente. Por esto, si han peleado, nunca terminen la jornada sin hacer las paces en familia. ¿Y cómo debo hacer las paces? ¿Ponerme de rodillas? ¡No! Solamente un pequeño gesto, una cosita así. ¡Y la armonía familiar vuelve, eh! ¡Basta una caricia! Sin palabras. Pero nunca terminar la jornada en familia sin hacer las paces. ¿Entendido? ¡No es fácil, eh! Pero se debe hacer. Y con esto la vida será más bella.
Estas tres palabras-claves de la familia son palabras simples y quizás, en un primer momento, nos hacen sonreír. Pero cuando las olvidamos, no hay más nada para reír, ¿verdad? Nuestra educación, quizás, las descuida demasiado. El Señor nos ayude a volverlas a poner en el justo lugar, en nuestro corazón, en nuestra casa, y también en nuestra convivencia civil.
Papa Francisco