Hoy es San Ignacio de Láconi

Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo". 

San Ignacio de Láconi
"En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, «la clase media de la santidad»” (GE 7). Con estas palabras del papa Francisco, en su exhortación llamando a todos a la santidad, comenzamos esta breve presentación de San Ignacio de Láconi, del que dice uno de sus biógrafos: “la historia de fray Ignacio había sido de lo más normal. Incluso los milagros, tan abundantemente testificados en los procesos canónicos, eran algo que se daba casi por supuesto, ordinario, como una manifestación natural de una existencia más angélica que humana”.
 
Nace nuestro santo en Láconi, un pueblecito de los alrededores de Caglari, en la isla de Cerdeña, en 1701, en una familia numerosa de campesinos, en la que, con sus nueve hermanos, recibió una profunda vida cristiana y en la que, como los demás, sería campesino, porque no iba a ser distinto con él en una región aislada y no abierta a las novedades. De los tres nombres que le impusieron en el bautismo, Francisco Ignacio Vicente, el tercero fue por que le conocieron hasta su entrada en la Orden Capuchina. Dedicado al cuidado del rebaño familiar y de las demás tareas campesinas, nunca fue a la escuela ni aprendió a leer y escribir, aunque al final de su vida, dice un biógrafo, lleva sobre sus hombres “una alforja de sabiduría”. Destacó, en cambio, ya desde su infancia por su comportamiento que llamaba la atención de sus vecinos.
 
En 1721 llama, acompañado de su padre, a las puertas del convento capuchino, pero, ante su aspecto débil, no fue admitido, teniendo que recurrir a un personaje influyente para conseguir la admisión. Al comenzar el noviciado le impusieron el nombre de fray Ignacio de Láconi, con el que fue conocido en adelante. En 1722 emite la primera profesión y comienza su vida consagrada. Hasta 1742 fue destinado a distintos conventos, ejerciendo los oficios de cocinero o de encargado del telar donde se confeccionaba la tela para los hábitos de los frailes. En todos ellos consiguió atraerse el cariño y la admiración de los hermanos, pero también de las personas que le llegaban a conocer, por su manera de vivir y de actuar, de desarrollar su trabajo y de atender a los demás. En 1742 llegó al convento de Cagliari donde permaneció hasta su muerte encargado del oficio de la limosna, recordando siempre las palabras del padre San Francisco: “Y no se avergüencen… Y cuando los hombres les avergüencen y no quieran darles limosna, den gracias a Dios por ello, pues por la vergüenza que pasan recibirán un gran honor ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo. Y sepan que la vergüenza no se imputa a los que la sufren, sino a los que la causan” (RnB 9,4.6-7).
 
Durante casi 40 años Cagliari fue el terreno donde afianzó su santidad y en el que desarrolló un amplio apostolado entre las gentes de toda clase: pobres y pescadores, nobles y ricos. A todos hacía llegar el mensaje franciscano de paz y bien, más que con sus palabras, que también, con su manera de actuar y comportarse entre ellas. Su ejemplo es tan llamativo que hasta un pastor protestante escribirá en una de sus cartas: “Vemos todos los días dar vueltas por la ciudad pidiendo limosna un santo viviente, el cual es un hermano laico capuchino que se ha ganado con sus milagros la veneración de sus compatriotas”. De nuevo las palabras del papa Francisco nos invitan a profundizar en este misterio de la santidad: “Dejémonos estimular por los signos de santidad que el Señor nos presenta a través de los más humildes miembros de ese pueblo que «participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad». Pensemos, como nos sugiere santa Teresa Benedicta de la Cruz, que a través de muchos de ellos se construye la verdadera historia: «En la noche más oscura surgen los más grandes profetas y los santos. Sin embargo, la corriente vivificante de la vida mística permanece invisible. Seguramente, los acontecimientos decisivos de la historia del mundo fueron esencialmente influenciados por almas sobre las cuales nada dicen los libros de historia. Y cuáles sean las almas a las que hemos de agradecer los acontecimientos decisivos de nuestra vida personal, es algo que solo sabremos el día en que todo lo oculto será revelado»” (GE 8). En los barrios populares o en las casas de los ricos, en el puerto y en las tabernas, fray Ignacio pedía el pan material para sus hermanos y repartía otro pan: el pan del Evangelio, la palabra del consejo, la cercanía de la sonrisa. Y todo ello anunciado con humildad y caridad, simplicidad y bondad, haciéndolo comprensible a todos, sobre todo a los niños y a los pobres, que se sentían acogidos y amados, comprendidos y defendidos por él.
 
La santidad no es sino la caridad plenamente vivida”: así definía la santidad Benedicto XVI. Y así se resume la santidad de Ignacio de Laconi quien, como cuenta un biógrafo, el día de su profesión solo hizo un propósito que, al no saber escribir, lo grabó hondamente en su corazón: “Amar mucho al Señor y responder siempre con obediencia pronta a los superiores”. Comprendió además que, para amar y servir a los demás, no necesitaba libros, sino un corazón capaz de amar, de acoger, de acercarse a los demás. Y buscó el único libro donde podía aprender todo eso: la oración, la contemplación, donde aprende y experimenta que Dios le amaba incondicionalmente. Y esta certeza lo llenaba de alegría y de coraje para seguir repartiendo amor a su alrededor. Después, en la que la Eucaristía, signo del amor hasta el extremo, contemplándola y viviéndola, grababa hondamente ese convencimiento. Y a ella, la Virgen María, a la que, en un momento de dificultad en el año de noviciado, se había encomendado confiadamente siendo confortado con su ayuda, volvía a acudir cuando necesitaba algo para sí o para los que acudían a él buscando alivio. Con este bagaje recorrió las calles de la ciudad sin perder la presencia del Dios que llenaba toda su existencia. En medio del barullo Ignacio supo defender su silencio interior; junto a la gente que le rodeaba, saboreaba la presencia que le sostenía y le hacía portador de alegría y esperanza a tantas personas que se acercaban a él. Los biógrafos cuentan multitud de ocasiones en las que la gente se benefició de las intervenciones milagrosas de fray Ignacio, intervenciones que él trataba de disimular atribuyendo el mérito de las mismas a otros. Pobre de cosas materiales, pero lleno de Dios, fue distribuyendo a su alrededor alegría, esperanza, ganas de seguir viviendo.
 
Por eso no es extraño que, cuando los habitantes de Cagliari se enteraron de que había muerto, acudieran en masa a despedirlo. Gentes de toda condición social se dieron cita en el convento para contemplar por última vez al que había repartido alegría y esperanza en la ciudad. “Fray Ignacio ya no está con nosotros... Pero desde el cielo velará siempre por nuestra felicidad”, decían. La escritora Gracia Deledda, recordando una estampa característica de San Ignacio que “nos lo presenta ya viejo, quizá ya ciego, con el Rosario, el bastón, la barba hirsuta, su rostro oscuro y chato: nada tiene de seráfico, pero es el antiguo pastor sardo, en cuya alforja es esconde un tesoro de sabiduría y de virtud”, dice de él: “No ha escrito una línea, porque era analfabeto, no ha dejado una doctrina, porque no era filósofo, no ha fundado ninguna Orden, porque no era hombre de iniciativas geniales y valerosas. Un pobre fraile limosnero era fray Ignacio, el siervo de todos, el último de los últimos; y sin embargo fue el hombre más famoso del siglo XVIII en Cerdeña”. Es el fruto de una vida en la que el Espíritu Santo ha modelado totalmente la imagen de Cristo.

Jesús González Castañón
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