Hoy es San Francisco de Asís

Me llamo Francisco y nací en un pueblo del centro de Italia, Asís, allá por el año 1182. Mis padres, Pedro y Pica, tenían una tienda de tejidos que no les iba mal del todo. Y como sucede con casi todas las familias, nos metieron a mí y a mi hermano Ángel también en el negocio.

San Francisco de Asís

Las cosas iban bien y eso me permitía satisfacer los caprichos de un joven que, además de serlo, es empujado por su familia a alcanzar una posesión social que no le corresponde por nacimiento. Así se explica que intentara, incluso, ser caballero; yo que era incapaz de matar una mosca. La prueba está en que la vez que participe de verdad en la guerra contra un pueblo vecino, Perusa, me cogieron preso y tuve que estar un año pudriéndome en el calabozo.

Allí empezó todo. Con la salud quebrantada y de tanto darle vueltas y más vueltas a la cosa, llegué a la conclusión de que había que tomar la vida en serio. Entré en una especie de crisis religiosa que me empujaba a estar horas y horas por el campo, solitario, pensando en el modo de orientar mi vida y experimentando, cada vez con mayor fuerza, la presencia de lo Trascendente.

Al principio me extrañó que me diera por ahí, pues no me había distinguido por mi atracción hacia lo religioso. Pero poco a poco me fue calando tan profundamente, que no podía comprender ni mirar las cosas más que desde este punto de vista, hasta que decidí organizar mi vida en torno a esa imagen de Cristo pobre que me iba barrenando continuamente.

Una de las cosas que más me ayudó a tomar esta decisión fue la temporada que pasé con los leprosos. Allí descubrí lo que era verdaderamente la pobreza. Fue un choque terrible; algo que me marcó para siempre. El Jesús que yo tantas veces había escuchado en los evangelios se me representaba de repente en aquellos marginados, haciéndome ver claro que no podía seguir engañándome. Los pobres eran el único lugar donde podía encontrarle.

La decisión estaba tomada. Ahora sólo faltaba encontrar la forma de llevarlo a cabo. Hacerme monje no me atraía, la verdad; y mucho menos meterme cura. Así que opté, junto con otros compañeros que se me juntaron, por vivir como esos grupos populares de laicos que iban por ahí volanderos, trabajando manualmente y predicando a los demás el Evangelio que habían descubierto.

Fuimos a Roma para que quedara constancia en la Curia de que nosotros queríamos seguir siendo Iglesia, a pesar del modo de vida que habíamos tomado. Sin embargo la cosa no fue fácil, ya que allí se medía a todos los movimientos populares con el mismo rasero, y la mayoría de ellos se habían enfrentado más de una vez con la jerarquía por motivos de pobreza y predicación. Estos grupos no se contentaban con que se viviese en la Iglesia una pobreza individual; exigían también una pobreza colectiva que, en la práctica, era imposible de conseguir. Si tenían esa aceptación entre la gente era porque apoyaban con su vida pobre lo que pedían a los demás. Ante esta evidencia era difícil hacerlos callar. El único modo que encontraron en Roma fue clasificarlos entre los “herejes”.

La verdad es que no tenían cultura teológica, como tampoco yo la tenía. Sin embargo no era justo, la mayoría de veces, el modo de tratarlos. En el fondo era un abuso de autoridad. Con la predicación pasaba otro tanto. Por ser laicos no podían predicar si no era con el permiso del obispo. Y los obispos, naturalmente, no les dejaban. En primer lugar porque ponían en evidencia sus defectos, y después por no perder el monopolio de la predicación.

Total, -volviendo otra vez a lo de Roma- que a trancas y barrancas logré que me permitieran vivir así. Después empezó a venir gente para integrarse en el grupo; gente de todas las clases: caballeros, artesanos, campesinos, e incluso algún que otro cura.

Hubo también mujeres, como Clara, que intentaron llevar este mismo modo de vida, pero como la sociedad de aquel tiempo no veía con buenos ojos que fuéramos todos juntos, no tuvieron más remedio que encerrarse en un convento de clausura.

Las cosas rodaron bastante bien mientras nos mantuvimos en la línea eclesial de servicio que nos habíamos marcado. Pero el aumento de clérigos y gente con estudios, apoyados por la Curia de Roma, nos llevó a convertirnos en un grupo más organizado y con una función especifica dentro del plan pastoral de la Iglesia. Ahí empezó mi calvario. Tiras y aflojas, pactos y consensos, para llegar a una formulación jurídica de la Fraternidad que satisfaciera a todos.

Yo, ni siquiera había sospechado que se pudiera llegar a tanto. Cuando comprendí la situación, me retiré prudentemente para que otros más capaces organizaran lo que a mí me venía grande. Estaba enfermo de tanto ir por el mundo en malas condiciones y, además, me encontraba cansado; así que me dediqué con más intensidad a la reflexión, al contacto con la gente y, cuando no era posible, a dictar cartas para seguir comunicando lo que pensaba.

Fueron años difíciles que yo aproveché, no obstante, para profundizar en mi fe y encontrar en Jesús crucificado el sentido de mis propios sufrimientos, hasta el punto de reflejar en mi cuerpo lo que tantas y tantas veces había rumiado interiormente.

Las cosas son así, uno proyecta y la historia se encarga de realizarlas a su manera. Pero os tengo que confesar una cosa, y es que, por encima de esos ratos amargos, traté de ver la vida con optimismo. Cerca ya de mi muerte –y eso que morí a los 44 años, con un montón de enfermedades y completamente ciego- quise escribir el Cántico de las Criaturas como un reflejo de mi situación espiritual.

El sufrimiento me había madurado y me permitía ver las cosas con mayor profundidad. Ya nada me daba miedo. Me sentía libre hasta de la misma vida; por eso me fui con la muerte como quien se va familiarmente con una hermana, cogidos de la mano y cantando.

Julio Micó (Capuchino)

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