El cine, la literatura, los medios de comunicación han contribuido a dar una imagen muy peculiar de Corleone, un lugar perteneciente a la provincia de Palermo en Sicilia, imagen unida más bien a la violencia, a la extorsión, a actividades, en definitiva, relacionadas con el delito. Y a ese nombre va unido el de nuestra figura de hoy, san Bernardo de Corleone.

Su imagen también ha estado bastante distorsionada por una biografía que le presentaba como un bribón pendenciero, dispuesto a desenvainar rápidamente la espada. Sin embargo, la realidad es muy distinta, porque, en el proceso de beatificación, fueron muchos los que señalaron aspectos importantes de la vida de nuestro santo, muy lejos de esa imagen. Por ejemplo, los que destacaron cómo, en invierno, no tuvo miedo de pedir limosna por la ciudad para los presos o los que apuntaron cómo trataba con gran delicadeza y atención a sus empleados cuando se hizo cargo del taller de su padre.
Filippo latino, que es su nombre de pila, nació en Corleone en 1605, en una familia profundamente cristiana, conocida como “la casa de los santos”, en la que el padre, Leonardo, zapatero y peletero, creó un ambiente religioso que se traducía en la vida espiritual manifestada prácticamente en la atención y preocupación por los más necesitados. Todo esto contribuyó a formar la persona de Filippo como también la de sus hermanos y hermanas. Evidentemente también influyó en Filippo la situación social que se vivía en su ciudad que quería huir de la resignación y del papel del país dominado. A estos dos elementos hay que añadir un tercero: el carácter de Filippo dispuesto a provocar un incendio ante la más pequeña chispa. Así fue como actuó ante la provocación de un sicario, pagado para acabar con él, y al que hirió dejándole sin un brazo. El hecho le produjo tal impresión que, después de darle muchas vueltas, le llevó pedir el ingreso en el convento de los capuchinos. Desde entonces su vida dio un vuelco total. Todo su afán será dominar su carácter ardiente, consiguiendo destacar por su amabilidad, cercanía, fraternidad. Cuenta un contemporáneo que, en cierta ocasión, tuvo un primer movimiento de cólera, sin que llegara a traducirse en obras, y eso fue suficiente para que inmediatamente pidiera perdón, primero, y, después, se sometiera a una dura penitencia.
De su vida religiosa podemos destacar tres aspectos fundamentales. En primer lugar, su vida de oración que envolvió toda su existencia, centrada en torno a unos núcleos básicos: María, la Madre, a la que honraba continuamente y en la que encontraba fuerza para caminar; la Eucaristía, en la que se alimentaba diariamente, a pesar de no ser la práctica normal en aquel tiempo; Cristo Crucificado, el libro que le enseñaba todo lo que no podía aprender en los otros libros porque era analfabeto. Desde aquí, en segundo lugar, aprendió a vivir en fraternidad siendo fiel servidor de todos los hermanos, especialmente de los más necesitados; especial cariño y cercanía dedicaba a los enfermos y a los frailes que llegaban de viaje a los que enseguida lavaba los pies y les facilitaba lo necesario para que descansasen. Por último, los trabajos que realizó a lo largo de su vida, centrados fundamentalmente en la cocina, la atención a los enfermos y, finalmente, en el cuidado y servicio de la iglesia.
“La Orden capuchina es como un jardín, que no es bello y hermoso si sólo contiene una especie de árboles, sino si tiene más. Del mismo modo la Orden cuenta con religiosos diferentes: uno insigne en la humildad, otro en la caridad, en la obediencia o en la penitencia. Pero no os debéis entristecer si no podéis entregaros a la austeridad de la vida como deseáis”. Estas palabras suyas, dirigidas a un hermano que no se sentía con fuerzas para imitarle en sus duras penitencias, reflejan bien su carácter. Añadía: “Dejadme a mí hacer penitencia, vosotros estad en alegría”.
Las palabras de San Juan Pablo II, al canonizarlo, son una invitación aprender de san Bernardo de Corleone a dar una respuesta a nuestra vida cristiana: “Como mostró a sus contemporáneos, también nos indica hoy a nosotros que la santidad, don de Dios, produce una transformación tan profunda de la persona, que la convierte en testimonio vivo de la presencia confortadora de Dios en el mundo”.
Jesús González Castañón