Capuchinos, sacerdotes, misioneros, mártires: son los puntos de unión de estos dos hermanos. Con estos rasgos se irán tejiendo sus vidas truncadas en su juventud: cuando son martirizados, Agatángel tiene 40 años y Casiano 31, pero, en su juventud, han llegado a la madurez y perfección de la caridad en la que, como afirmó el Concilio Vaticano II, consiste la santidad. Su historia habría quedado perdida en el pasado si, a finales del s. XIX, no hubiera llegado a Etiopía otro capuchino, también a misionar como ellos, también embarcado en la aventura de la santidad, Guillermo Massaia, y no la hubiera dado a conocer; había sido transmitida oralmente por los cristianos de aquellas tierras. De esta forma, la causa de beatificación de Agatángel y Casiano, que no pudo ser introducida siglos atrás, fue reactivada, siendo beatificados por s. Pío X en 1605. Pero esto es adelantar el final de la historia.

Además de las señaladas, hay más coincidencias en la vida de nuestros beatos. Francisco Noury, nombre de bautismo de Agatángel, nació en Vendôme (Francia) en 1598, cerca del convento de los capuchinos de la ciudad por cuyo interior correteó desde niño hasta que en 1619 entró en la Orden. Gonzalo Vaz López, que así se llamaba Casiano, hijo de unos comerciantes portugueses, nació en Nantes, también cerca del convento de los capuchinos, que frecuentaba desde la niñez, llegando a pedir ingresar en él a los nueve años. Lo hará en 1622, profesando en 1623. Ambos tuvieron una sólida formación intelectual en los conventos de la Orden. Miembros ya de la Orden, un personaje se cruzará en la vida de nuestros beatos: el P. José Leclerc de Trembay, conocido por el apelativo de la “eminencia gris” por su trabajo en la época del cardenal Richelieu. Será él quien, con alguna diferencia de años, los enviará a las misiones del Próximo Oriente: primero, al P. Agatángel a la misión de Siria, de la que pasará a la de Egipto, y, más tarde, al P. Casiano, a esta última misión desde la que, juntos, partirán para la de Etiopía.
En 1634 se encuentran en El Cairo. Agatángel es el guardián del convento y Casiano, junto con otro misionero, llega destinado a esta misión por el P. Tremblay. Es un encuentro definitivo y providencial. Los dos tienen un mismo anhelo y una misma idea: dar su vida, si es preciso, para llevar adelante su misión. Y en esta es muy importante el trabajo por conseguir la unidad con los cristianos separados. Cada uno de ellos aportará lo mejor que tiene a esta tarea. Los dos se afanan por aprender la lengua de aquellos a quienes anuncian la Buena Noticia, porque comprenden que ese es el medio mejor de llegar a ellos. Agatángel es el orador elocuente que se acerca a todos los públicos; Casiano, el lingüista de palabra fácil que se embarca en la tarea de aprender nuevas lenguas.
Con estas disposiciones parten para Etiopía. Es un viaje arriesgado con un final peligroso debido a la persecución y se convierte en una peripecia continuada de aventuras que termina en la muerte a la que les llevan la traición, la venganza, el engaño y a la que precede el sufrimiento y la tortura. Un detalle cabe destacar en su final: cuando les van a ahorcar descubren sus enemigos que han olvidado la cuerda para colgarlos y ellos amablemente les ofrecen sus cuerdas franciscanas con las que son colgados. Mueren el 7 de agosto de 1638.
Al leer su vida, vienen a la memoria las palabras de Pablo VI: “La obra de la evangelización supone, en el evangelizador, un amor fraternal siempre creciente hacia aquellos a los que evangeliza… Un signo de amor será el deseo de ofrecer la verdad y conducir a la unidad. Un signo de amor será igualmente dedicarse sin reservas y sin mirar atrás al anuncio de Jesucristo”.
Jesús González Castañón