Hoy es Beato Saturnino de Bilbao

El 6 de noviembre se celebra en España litúrgicamente la memoria de los mártires del siglo XX, mujeres y hombres que, “por la fe, entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio, que los había transformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores”, como escribieron los obispos en el momento de su beatificación. Entre esos mártires encontramos al capuchino Beato Saturnino de Bilbao. Como tantos otros, él también dio, con la entrega de su vida, el “testimonio de una fe viva y madura”.

Beato Saturnino de Bilbao

Los datos fríos, que envuelven esa historia de fe entregada y arriesgada, son estos: Emilio Serrano Lizarralde, que era su nombre de bautismo, nació en Bilbao el 25 de mayo de 1910, el primero de cuatro hermanos, de los que otra hermana abrazaría también la vida religiosa. 

Nacido en una familia profundamente cristiana, Emilio recibió y vivió una vida de fe honda y sincera. Sus padres, en un viaje a Lourdes, consagrarían a la Virgen María a los posibles hijos que nacieran en el matrimonio. En el caso de Emilio esto generará en él una profunda devoción a María, a la que llamará siempre “Su Madrecita”. 

En su evolución religiosa ejerció una gran influencia la espiritualidad ignaciana a través de su relación con los jesuitas. Poco después de su primera comunión ingresó, por ejemplo, en la Congregación de la Inmaculada y San Estanislao de Kotska. Con los años esta cercanía a los jesuitas le hizo solicitar el ingreso en la Compañía de Jesús, aunque un profundo discernimiento acompañado de sus formadores, le hizo comprender que ese no era su camino. Conoció entonces a los capuchinos que, por aquellos años, tenían en el convento de Basurto, en Bilbao, el noviciado y allí dirigió sus pasos para comenzar su nueva andadura. 

El 10 de septiembre de 1930 comienza el año de noviciado recibiendo el nombre con el que será conocido en adelante, fray Saturnino de Bilbao. El 13 de septiembre de 1931 emite su profesión temporal y recibe el primer destino: el convento de Madrid, en el que se ocupará de tareas en la imprenta en la que se imprimía la revista El Mensajero Seráfico. Para reponer su salud, afectada probablemente por las condiciones del trabajo que desempeñaba, es destinado al convento de El Pardo, donde ejerció la función de portero, destacando por su capacidad de acogida y cercanía a las personas que llegaban al convento. 

El 21 de abril de 1935 emite la profesión perpetua. Con esta ocasión le visitan sus padres a los que comunica su decisión de pedir a los superiores que le destinen a la misión del Caroní, en Venezuela. Ante los ojos humedecidos y una pequeña insinuación de su madre, responde decidido: “¿Hay cosa más grande que hacer el mayor bien a aquellas pobres gentes y, si necesario, entregar allí la vida?”. Después de su muerte, comentará su padre: “El Caroní sin duda estaba en su propia patria, en las mismas calles de Madrid”.

Repuesta su salud, vuelve al convento de Madrid para continuar en los trabajos encomendados por los superiores, destacando siempre por su actitud servicial. Los hermanos con los que convive en ese momento señalarán, cuando informen sobre él, su profunda vida espiritual, en la que la figura de la Virgen María sigue ocupando un puesto muy importante. Junto a ella la persona de Jesús de Nazaret, que fray Saturnino contemplará en la imagen de Jesús de Medinaceli, venerada en la iglesia del convento y a la que se acercaban miles de devotos.

Al comenzar la guerra, con todo el desconcierto que llevó consigo, como los otros religiosos, fray Saturnino tuvo que salir del convento y buscar refugio en casa de personas conocidas. Lo encontró no muy lejos del convento. En su nuevo hogar siguió llevando una vida espiritual intensa para lo que marcó un horario en el que distribuyó el tiempo que iba a dedicar a los diversos ejercicios piadosos. 

Su estancia en la casa que le había acogido no fue muy larga. El 25 de agosto, como sospechando que su fin estaba cerca, se esmeró en su aseo matinal, comentando a la dueña de la casa donde estaba recogido: “Señora Josefa, ya estoy preparado para que me detengan. ¿Verdad que estoy guapo para que me maten?”. Ese mismo día fue detenido y al día siguiente aparecía su cadáver en unos solares abandonados.

La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero ¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer? Si no sentimos el deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos”. 

Estas palabras del papa Francisco, en la exhortación La alegría del Evangelio, tienen una clara aplicación en la vida del beato Saturnino de Bilbao

Desde sus años jóvenes de la Congregación mariana, el amor de Jesús fue lo que le movió a comunicar, transmitir, anunciar a los demás lo que él vivía en profundidad. De esa experiencia brotará su deseo, primero, de ingresar en la Compañía de Jesús para ir a las misiones y, después, su incorporación a la vida capuchina, pensando en ser destinado a la misión del Caroní que comprendía la gran sabana venezolana y los numerosos caños del Orinoco. Su fe fue madurando y creciendo a lo largo de los años juntando la espiritualidad ignaciana y la franciscana. 

Casi al final de su vida escribirá a su hermana religiosa: “Antes mil veces morir que desertar cobardes de la bandera de nuestro Capitán Jesús”, expresiones que aprendió en su contacto con la espiritualidad ignaciana y que manifiestan su decidida apuesta por el seguimiento de Jesús. En su muerte manifestó, por una parte, su profunda radicación en Cristo y, por otra, como buen franciscano, su actitud de acogida y fraternidad para todos.

Jesús González Castañón

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