En 1913 comienza el noviciado recibiendo el nombre con el que será conocido en adelante: fray Nicolás de Gésturi. Emite su profesión temporal en 1914 y su consagración definitiva en 1919. Después de pasar por algunos conventos de la Provincia, desempeñando diversos oficios, especialmente el de cocinero, recala en el convento de Cagliari donde permanecerá durante treinta y cuatro años en el oficio de limosnero. En ese mismo convento y con el mismo oficio en el siglo XVIII había vivido otro hermano a cuya canonización asistió fray Nicolás: San Ignacio de Laconi, a quien se propuso imitar siguiendo sus pasos.
Durante todo este tiempo la vida de fray Nicolás transcurrió, aparentemente, en la monotonía: recorrer las calles de la ciudad y los caminos de los pueblos de los alrededores pidiendo la limosna para el convento y para los necesitados que llegaban a la portería pidiendo alguna ayuda. Pero esta es una pura apariencia, porque la vida de nuestro hermano encierra una riqueza interior que se desborda hacia todos los que se acercan a él. Su manera de presentarse ante los demás, su capacidad de transmitir paz y serenidad, su acogida cariñosa y cercana de los que venían a él buscando su oración son manifestaciones de esa profunda vida interior que él cultivaba en la oración y en la contemplación, mantenidas no solo en la soledad sino también cuando se encontraba en medio del bullicio de la gente.
Hay una nota que destacan en él los biógrafos: su silencio. Juan Pablo II, al beatificarlo el 3 de octubre de 1999, lo expresaba de este modo: “Hombre de silencio, irradiaba a su alrededor un halo de espiritualidad y de fuerte evocación del Absoluto. Llamado por la gente con el afectuoso apelativo de “fray Silencio”, Nicolás de Gésturi se presentaba con una actitud que era más elocuente que las palabras: renunciando a lo superfluo y buscando lo esencial, no se distraía con las cosas inútiles o dañosas, pues quería ser testigo de la presencia del Verbo encarnado al lado de cada hombre”. Y concluía: “En un mundo muchas veces saturado de palabras y pobre de valores hacen falta hombres y mujeres que, como el beato Nicolás, subrayen la urgencia de recuperar la capacidad del silencio y de la escucha”.
En ese silencio sonoro fray Nicolás, el limosnero, aprendió a repartir más de lo que recibía.
Alguien le ha definido muy realistamente: de hermano buscador de limosnas se convierte en hermano buscado: buscado para pedirle oraciones, consejos, ayuda… Durante su vida hizo realidad lo que el padre san Francisco escribe en la Regla para los frailes que van por el mundo:
“Los hermanos, cuando van por el mundo, sean apacibles, pacíficos y modestos, mansos y humildes, hablando a todos honestamente, como conviene”.
Y en el silencio aprendió también fray Nicolás a descubrir las necesidades de los otros para correr a solucionarlas. En este sentido destacan sus biógrafos la actividad que desplegó durante la segunda guerra mundial para ayudar a los afectados por los bombardeos que sufrió la ciudad de Cagliari. Le faltaba tiempo para acercarse a las zonas más castigadas a fin de llevar su consuelo y su ayuda a las personas que se encontraban en ellas.
El 8 de junio de 1958 se encontraba fray Nicolás con la “hermana muerte corporal”, como había cantado Francisco de Asís. Si en su vida había sido verdad lo que alguien escribió: “La encarnación del amor en la trama de lo cotidiano no mete necesariamente mucho ruido”, su muerte fue una manifestación espontánea y popular de lo que las personas habían descubierto en él. Su funeral, dice un biógrafo, más que un funeral parecía un desfile triunfal. Y es que, una vez más, se hacía realidad la palabra del Maestro: “El que se humilla será ensalzado” (Lc 14,11). Su sepulcro se convirtió en lugar de peregrinación para los que seguían buscando en él ayuda para sus necesidades. Y así, cuarenta y un años después de su muerte, su vida escondida y silenciosa era reconocida públicamente y presentada como un modelo de seguimiento de Jesús al ser beatificado.