Hoy es Beato Juan Luis de Besançon

“Los mártires han sido los primeros santos del cristianismo. Eran hombres y mujeres que amaban la vida, la vivían con dignidad y honestidad. No amaban la muerte, ni despreciaban los bienes terrenos". 

Beato  Juan Luis de Besançon

"El mártir cristiano no proyecta el martirio como diseño humano, no busca la muerte gloriosa para darse importancia, ni se encamina hacia la muerte con sentimientos contra alguien, ni siquiera contra sus enemigos. El mártir muere desarmado y sereno, aun en medio de indecibles suplicios, no maldice, no condena, sino que perdona, ama y reza por sus verdugos y perseguidores. Esta es la diferencia cristiana, que impresiona, produce estupor y hasta conversiones”. 

Estas palabras del cardenal Angelo Amato, pronunciadas en a beatificación de mártires de otra época, son claramente aplicables al beato Juan Luis de Besançon, muerto durante la revolución francesa. Un biógrafo titula su aventura calificándola gráficamente: “un canto de gozo en la muerte”.

Situemos su aventura humana y creyente. La Revolución Francesa (1789-1899) supuso el final de una época, el llamado “Antiguo Régimen”, y el inicio de otra. Muchos de los principios que rigen nuestra vida contemporánea vienen de allí, como, pro ejemplo, el concepto de derechos fundamentales de cada ser humano, aunque las cosas no fueron sencillas. Lo que comenzó como una lucha de los burgueses contra los nobles terminó afectando a todos los estamentos sociales. 

La Revolución acabó en manos de los fanáticos extremistas, que persiguieron y exterminaron a todos los que no compartían sus ideas, especialmente durante el periodo llamado “el Terror” (1793-1794). De un modo especial se persiguió a la Iglesia y a sus miembros, sobre todo a los sacerdotes y religiosos y religiosas que no juraron la famosa Constitución Civil del Clero, aprobada el 12 de julio de 1790 y por la que los eclesiásticos se convertían en funcionarios del Estado francés, encuadrados en una administración parecida a la civil, suprimiendo los votos solemnes que prestaban; todos serían elegidos como los demás funcionarios, debiendo prestar  un juramento de fidelidad a la nación, la ley y el rey y quedando así desligados de la obediencia al Papa. La constitución fue rechazada por el papa, pero también por la mayoría del estamento eclesiástico y religioso. Se tomó una batería de medidas antirreligiosas: el culto cristiano fue prohibido, los bienes de la Iglesia incautados, se suprimió la semana de siete días para que no se celebrara el domingo y cambiaron el nombre de los meses y la manera de contar los años para que no se hiciera referencia a Cristo ni a las fiestas cristianas. Esto desembocó en una persecución en la que murieron muchos sacerdotes, religiosos y religiosas, además de laicos católicos que permanecieron fieles al papa.

Uno de los lugares donde encontraron la muerte más de 800 sacerdotes y religiosos fueron los llamados “pontons de Rochefort”, una serie de barcazas amarradas junto a la isla de Aix, en 1794, en la que habían sido embarcados para ser deportados a la Guayana, impidiéndolo los veleros ingleses, que cruzaban las costas francesas. Se convirtieron así en verdaderos “campos de muerte” flotantes, donde aquellas personas entregaron la vida por amor de la fe. Una de esas personas fue el capuchino beato Juan Luis de Besançon. 

Juan Bautista Lois, su nombre de bautismo, nació 1720 en Besançon. En 1740 ingresó en el noviciado de los capuchinos, tomando el nombre de fray Juan Luis. Emitió su primera profesión el 9 de mayo de 1741, completando los estudios hasta su ordenación sacerdotal. La mayor parte de su vida transcurrió en las dos casas que los capuchinos tenían en Lyon, ejerciendo en las dos el oficio de guardián, una vez en cada una de ellas. Pocas noticias más se conservan en los archivos de su vida. Sí que se conserva la opinión de un sacerdote que le conoció en aquella época: 

Dotado de todas aquellas virtudes que lo hacían recomendable, no quiso aceptar nunca ningún cargo, diciendo que había entrado en la Orden no para mandar, sino para obedecer; no para dominar, sino para vivir sometido. Dedicándose con humildad a la salvación de las almas, ejercitó con fruto el ministerio de la confesión, y en esto parecía infatigable. No había misión organizada por sus hermanos para la cual nos prestara su celo. El pueblo sencillo y los pobres eran sus predilectos; para también las personas de consideración e importantes, que se entregaban a la piedad, se sentían atraídas por la noble cortesía y afabilidad de su figura majestuosa y agraciada. Sería difícil enumerar las conversiones obradas por su medio y las almas que él llevó a Dios de todas las clases sociales”.

Tenía 74 años cuando los revolucionarios franceses obligaron a sacerdotes y religiosos a prestar juramento cismático de la Constitución civil del clero. Él había declarado su intención de permanecer en el convento, pero después se retiró a casa de una hermana. 
A causa de un chivatazo fue detenido con un grupo de “sacerdotes refractarios”, es decir, que se habían negado a jurar la Constitución civil. A pesar de su edad fue deportado a Rochefort con un gran grupo de personas religiosas, quedando allí amontonadas en dos barcazas amarradas. Las condiciones de vida en aquel lugar eran infrahumanas descritas de la siguiente manera por un historiador: “Pero el tormento más tremendo eran las horas nocturnas. Un silbido anunciaba la hora del reposo. Aquella masa humana, con muchos ancianos y enfermos, era constreñida a amontonarse bajo cubierta, en la bodega, como sardinas en lata; y la noche era un infierno, con una última refinada crueldad, que anticipaba la de las cámaras de gas. Aquellos galeotes, revolviendo con palas ardientes un barril de alquitrán, esparcían vapores de acre sabor: un método para purificar el aire, pero que provocaba en los prisioneros un tremendo sudor y toses, hasta morir de sofoco los más débiles”. Para todos era además un sufrimiento profundo la carencia de los auxilios espirituales, aunque mutuamente se ayudaban y confortaban.

En estas circunstancias vivió sus últimos días el padre Juan Luis, quien, por su carácter vivo y alegre, infundía ánimo a los compañeros de desventura. Uno de los supervivientes de aquel sufrimiento afirmó que “el capuchino, aun siendo un venerable anciano, fue la alegría de todos. Cantaba todavía como un joven de treinta años, tratando de aliviar así nuestros sufrimientos, escondiendo los suyos, que lo estaban consumiendo terriblemente. Él murió serenamente como había vivido”. Era la mañana del 19 de mayo de 1794. Fue el primero de los capuchinos que murieron en aquel lugar. Juan Pablo II lo beatificó junto a un grupo de 64 sacerdotes muertos en la revolución.

Jesús González Castañón

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