Hoy es Beato Bernardo de Offida

He aquí la síntesis, apresurada y certera, que un biógrafo hace de nuestro beato: “Hermano profeso capuchino, admirable ejemplo de caridad evangélica y de atrayente simplicidad, gran devoto de la Virgen. Ya de joven, cuando trabajaba en el campo y pastoreaba, era notable su espíritu de oración y de penitencia. En el convento ejerció diversos oficios: enfermero, portero, limosnero..., en los que realizó a la vez un eficaz apostolado popular con el ejemplo y la palabra, por la bondad y espiritual unción que lo animaban”. Poco más se podría añadir para conocer al Hermano Bernardo. O quizá sí se podrían añadir muchas y muchas páginas para hablar de su caridad y misericordia, de su cercanía y entrega, de su capacidad de aconsejar y discernir, aprendida no en los libros, de los que no necesitaba, porque en el Crucificado aprendía su sabiduría.

Beato Bernardo de Offida

Domingo Peroni, que así se llamaba nuestro beato, nació en 1604, cerca de Offida. Pertenecía a una familia humilde que se defendía con un limitado rebaño de ovejas y el cultivo de algunas tierras, pero profundamente cristiana, en la que el pequeño Domingo aprendió a cuidar ovejas y cultivar la tierra y, sobre todo, a profundizar en la vivencia de la fe. Permanece en la familia hasta 1626 en que da el paso para entregarse totalmente al Dios que es el Bien, sumo Bien, Bien total, como lo definió el padre San Francisco. Ese año comienza el noviciado con los capuchinos entre los que permanecerá hasta su muerte, ocurrida en 1694.

Grandes figuras de las primeras generaciones capuchinas fueron el humus en el que se sembró y creció su formación franciscana. Félix de Cantalicio, el primer santo de la familia, ocupa un lugar importante en esa formación. Y junto a él Serafín de Montegranario, fallecido el mismo año en que Bernardo ingresó entre los capuchinos. Pero los encargados de su formación le hablaban también de otras figuras, como Lorenzo de Brindis, el predicador y embajador en tantos lugares, José de Leonisa, el predicador que milagrosamente se había salvado del martirio en Constantinopla, o Fidel de Sigmaringen, el primer mártir de Propaganda Fide. De todos ellos va aprendiendo algo el hermano Bernardo, aunque su vida no destaca por la brillantez de su predicación o su ciencia, sino por la sencillez y el segundo plano en que quiere permanecer. 

Cuentan los biógrafos que pasó por todos o casi todos los oficios de los hermanos no sacerdotes, destacando en todos por su entrega y su servicio. Pero hay uno en el que sobresalió: el de enfermero. Su actuación como tal que “los enfermos del convento casi se gozaban de caer enfermos, por la amorosa asistencia de fray Bernardo que inventaba mil gestos de caridad, hasta tal extremo de encerrarse en la enfermería, día y noche, dispensado de todo otro oficio, para estar siempre libre para servir… Su caridad era práctica: preparaba cocidos, bálsamos y flores, fajas, pañales de lino usado y atendía todas las necesidades concretas del enfermo”. Hacía realidad lo que Francisco había escrito en la Regla: “Y en cualquier lugar donde estuvieren y se hallaren los hermanos se muestren familiares entre sí el uno con el otro, y confiadamente manifieste el uno al otro su necesidad… Y si alguno de ellos cayere en enfermedad, los otros fraales deben servirlo como querrían ser servidos ellos mismos”. Y su amor no quedaba encerrado en los muros del convento. Se extendía a todos aquellos necesitados que se acercaban a él, ya en la portería del convento, cuando ejercía de portero, o en la calle, cuando recogía la limosna. Para todos tenía algo que repartir, aunque no fuera más que una palabra, una oración, una sonrisa. Nadie se separaba de él sin ser atendido.

Destacada era su ambilidad para acoger a los que a él acudían buscando consejo. Llama la atención que él, que era casi analfabeto -había aprendido a leer para poder estudiar el catecismo-, se convierta en consejero de personajes de alcurnia, incluidos obispos, que le consultaban asuntos diversos que suponían una preparación intelectual seria que el hermano Bernardo encontraba en la contemplación del Crucificado. 

Terminó su vida en el verano de 1694, cuando le faltaban pocos meses para cumplir los 90 años. Obediente hasta el final, pidió permiso al hermano Guardián del convento para poder morirse y este se lo concedió con la condición de que antes debía bendecir a todos los frailes. Cumplido el mandato, entró el hermano Bernardo “en el banquete de su Señor”. Quedaba el ejemplo de un santo al que, como señala un biógrafo, no han hecho justicia los artistas que lo han representado en cuadros o esculturas: en lugar de una figura decrépita, malhumorada, con los ojos semicerrados contemplando una calavera, “el Beato Bernardo no es un fantasma para espantar a los espíritus tímidos, sino un admirable ejemplo de caridad evangélica y de atrayente simplicidad, que debiera tener entusiastas devotos entre los niños, los pobres y los enfermos”.

Jesús González Castañón

  • Compártelo!