Pretendían convencerles para que se dejasen contactar. Era un intento por salvarles la vida.
Labaka preveía que un día u otro los intereses dominantes en la zona – petróleo y madera – conseguirían que aquel pequeño grupo, oficialmente inexistente, fuera aniquilado, borrado del mapa, como tantas veces ha venido ocurriendo. No tuvo éxito.
Al día siguiente sus compañeros de la misión de Aguarico sacaron no menos de veinte lanzas de su cadáver. Hoy se cumplen 27 años de aquel día.
El 21 de julio de 1987 el obispo de Aguarico Monseñor Alejandro Labaka, donostiarra, fue asesinado por unos indios huaroanis en la selva amazónica ecuatoriana cuando pretendía salvarlos del genocidio que les esperaba. Labaka, que presumía de ser amigo de estos indios semicontactados (hablaba su idioma y conocía sus costumbres) acudió en compañía de la monja colombiana Inés Arango a una aldea perdida de los indios huaroanis, codiciada por las compañías petroleras para hacer sus prospecciones. Como les estorbaba su presencia, la compañía había armado una milicia para atacar a sangre y fuego esa aldea y expulsar a los indios de este territorio.
Labaka se presentó de improviso en el poblado, vestido apenas con un taparrabo, para intentar convencerles de que la única solución era que se marcharan antes de que llegaran los blancos y los masacraran a todos. Los indios se creyeron traicionados por el obispo y lo lancearon a él y a la monja. Labaka recibió 75 lanzazos. Su cuerpo y el de la colombiana fueron recuperados días después.
Su muerte se considera como un martirio en pro de la causa indigenista y en contra de una conquista que todavía continúa. Hoy en día, 27 años después, las multinacionales madereras y petroleras continúan haciendo la guerra sucia a las últimas tribus indígenas no contactadas del planeta en la selva amazónica en busca de sus recursos. Casi todos los meses hay incidentes entre madereros-petroleros e indios con varias muertes registradas.
El oriente de Ecuador.
Las provincias orientales de Ecuador cuentan con una demografía oriunda compuesta por ocho nacionalidades, -huaoranis, shoars, shipibos, quíchuas, cofanes, secoyas, shiwiar y siona-, sumando cerca de 130.000 habitantes, el 40% de la población. A los dos primeros grupos los incas denominaron “aucas” o “salvajes rebeldes” porque nunca pudieron conquistarlos.
En 1953 Marcelino Torrano, misionero capuchino español venido desde Rocafuerte, poblado limítrofe con Perú a seis horas Napo abajo, fundó la misión de Sebastián de Coca justo en este mismo lugar. Consigo traía planes orientados a paliar las condiciones de esclavitud que sufrían los indígenas de la zona, atados a las haciendas de por vida por deudas que jamás podrían saldar. Eran “pongos”, esclavos habituados a tal régimen desde los tiempos de las encomiendas y, posteriormente, el caucho.
Torrano compró tierras que recibió junto con los indios que vivían en ellas, a quienes se comenzó a pagar sueldos por su trabajo. También hizo traer maquinaria y las primeras vacas, transportadas en balsas desde Colombia a lo largo de 1.500 kms, con las que se iniciaron pequeñas explotaciones ganaderas y un negocio de carpintería, al tiempo que se abrían escuela, comercio e internado. Durante toda nuestra jornada por el río de las Amazonas nos encontraremos con la labor de misioneros en pro de indígenas, colonos y del medio ambiente. Seremos testigos de sus luchas contra poderosas multinacionales y testimoniaremos los beneficios sociales que su trabajo viene produciendo.
En una de las más famosas piezas de las “Danzas de la Conquista” -piezas breves de teatro quíchua que aún pueden presenciarse en fiestas populares- el cura Luque, que acompañó a los hermanos Pizarro en la conquista de Perú, le entrega a Atahualpa un misal y el emperador, tras colocárselo al oído y no escuchar nada, lo arroja al suelo indignado, hecho que marca el ataque de los arcabuceros españoles. No hay como no reconocer que los misioneros, a través de cuatro siglos, han hecho de todo por contradecir tal imagen.
La misión Capuchina.
Con la expansión de la ciudad, la antigua misión capuchina fue comprada por un colombiano que la transformó en el atractivo hotel La Misión. Un tropel de guacamayos, micos y tucanes hacen las delicias de los turistas en barandas y jardines acodados sobre el río, donde flota un antíguo barco de madera de dos pisos que funciona como discoteca. Muy cerca,en la misma calle, está el colegio Miguel Gamboa donde viven los misioneros. Allí encontramos a uno de ellos, el navarro Juan Carlos Anduenza, hombre animoso y sencillo, gran contador de historias capaz de ambientarnos en apenas unas horas de conversación.
Llegó aquí hace 20 años, poco antes de caer el obispo Labaka abatido por las lanzas de los indios Tagaeri. Fijas a una pared están las pesadas “chontas” de 3 metros que fueron extraídas de su cuerpo. Sobre un altarcito una de ellas, larga punta en forma de sierra con secas manchas de sangre, recuerda aquel ritual de lanzas en que los religiosos hallaron su martirio.
Juan Carlos Anduenza apenas llevaba un año en la misión cuando le tocó la faena de investigar exhaustivamente las circunstancias de la muerte de Alejandro Labaka y la monja colombiana Inés Arango, que le acompañó al martirio. Sin dejar de hablar nos muestra la última foto de ellos, tomada ante el helicópero que los llevaría a la maloca: sor Inés cruzada de brazos en hábito blanco, mirando con ternura las matas por última vez, expresión triste de quien se está despidiendo. Ha dejado atrás una escondida carta de adiós, su testamento. Cerca, de cara alegre, grandote, el obispo Labaka, pecho desnudo, pantalón corto, parece confiado en su misión.
“Alejandro convivía con los huaoranis silvestres – rememora Anduenza - e, incluso, había sido adoptado por una familia. El padre de Alejandro se llamaba Iniuha y su madre Pahua. Para estar con ellos había
aprendido a andar desnudo, con el pene sujeto con el gumi, lo que le costará un duro aprendizaje de años. De este modo llegaron ambos hasta los tagaeri, desnudos como Dios los echó. En aquel momento sólo estaban las mujeres y los niños, que les acogieron bien. Más tarde llegaron los guerreros y éstos decidieron matarles. Las mujeres intercedieron, no hubo caso. Al día siguiente mi compañero Jose Miguel Goldáraz fue a buscarles en el helicóptero, para encontrar sus cuerpos acribillados a lanzazos”.
En su libro “La utopía de los pumas”, Milagros Aguirre recoge textualmente el relato de Goldaraz sobre lo sucedido: “La compañía Braspetro hacía los operativos para iniciar los trabajos en esa zona. Las fechas estaban determinadas y los millones de dólares se habían puesto en movimiento. Cualquier demora o contratiempo suponía pérdidas económicas ingentes. Se había contratado a un antropólogo llamado Enrique Vela quien, al frente de una partida de sicarios armados, había hecho varias entradas en la selva para identidicar a los tagaeri y dejar el camino expedito a la petrolera (…)
- El lunes entro en helicóptero – me dijo Alejandro.
- ¡No bajes, te van a matar! – Y él me contestó, mirándome y hasta embromando que si lo matan ya tenía un buen sucesor… Yo le miré y le dije:
- De todas maneras yo bajaré a recogerte.
“El cuerpo desnudo, o más bien vestido de Huaorani, recostado sobre un tronco con unas veinte lanzas pintadas de rojo y adornadas con plumas de aves de todos los colores. Los pies hacia el naciente y la cabeza hacia el poniente y en el mismo sentido que corre el río. Un ritual de participación en el que todos picaron el cuerpo del obispo tal como hacen los huaos cuando matan un jabalí.”
El espíritu del obispo español flota sobre la misión. Está presente como ejemplo del eterno conflicto entre indios y civilización que persiste en la zona. Porque todo lo que él temía está sucediendo en medio de esta floresta: guerras larvadas entre tribus y colonos, contaminación masiva, degradación de las tradiciones locales, corrupción, enfermedades…
En la imagen, el capuchino Andueza muestra una lanza extraida del cuerpo de Monseñor Labaka.
Capilla de la misión de Coca, Ecuador.
FOTO © José F. Ferrer