Francisco de Asís, según el libro "El Bajísimo Christian Bobin"
La iglesia de san Antonio de Pamplona organiza una exposición en torno a la figura del santo.
Tantos santos como maneras de mariposear en torno a la luz. Santos con las alas ricas como el terciopelo, santos con alas de libélula, santos con antenas largas, con patas finas. Es un hombre del aparato eclesial y es, tomándolo prestado de la jerarquía militar eclesiástica, por lo que nombra a su Dios: el Altísimo. Llamar así a Dios es olvidar la impaciencia de Cristo cuando aparta a los apóstoles que discuten, para dejar lugar a los niños. Es olvidar que nada puede conocerse del Altísimo, sino por el Bajísimo, por ese Dios a la altura de la infancia, por ese Dios a ras de tierra en las primeras caídas, con la nariz en la tierra.
Los hombres en el comienzo tenían algunos problemas para acercarse a Dios.
Dios en el comienzo tenía algunos problemas para acercarse a los hombres. Y en el siglo décimo tercero están aún en el comienzo. En el vigésimo siglo no hemos adelantado mucho, no hemos hecho más que dar unos pasos.
Dios. Ese viejo Dios, esta antigua vela de Dios encendida por la oscuridad de los siglos, ese fuego fatuo rojo sangre, esa mísera vela apagada por todos los vientos, nosotros, gentes del vigésimo siglo, no sabemos qué hacer con él. Somos gente de razón. Somos adultos. Ya no nos alumbramos con velas.
Creímos durante algún tiempo que las Iglesias nos librarían de Dios. Están hechas para eso. Las religiones no nos molestan. Las religiones son engorrosas y la pesadez más bien nos tranquiliza. Es la ligereza la que nos horroriza, esta ligereza de Dios en Dios, del espíritu en el espíritu. Y entonces nos hemos ido de las Iglesias. Hemos hecho un largo camino. De la infancia a la edad adulta, del error a la verdad. Sabemos ahora dónde está la verdad. Está en el sexo, en la economía y en la cultura. Y sabemos bien dónde está la verdad de esta verdad. Está en la muerte. Creemos en el sexo, en la economía, en la cultura y en la muerte.
La clave de todo remite a la muerte, que rechina sus dientes apretados sobre su presa, y miramos los siglos pasados desde lo alto de esta creencia, con indulgencia y menosprecio, como todo lo que se mira desde arriba. No podemos culparlos por sus errores. Eran sin duda necesarios. Ahora hemos crecido. Ahora no creemos más que en lo que es poderoso, razonable, adulto –no hay nada más pueril que la luz de una vela temblando en la noche.
Religión es lo que une y nada es menos religioso que el odio: él reúne a los hombres en multitudes bajo el poder de una idea o de un nombre, mientras el amor los libera uno a uno por la fragilidad de un rostro o de una voz. Francisco de Asís va a Palestina a hablar de un Dios que asusta a las multitudes y molesta a las Iglesias. Cuenta a los guerreros las mismas cosas que a los gorriones. No habla para convencer: convencer es todavía vencer, y él no busca más que el triunfo del canto frágil, sin armadura de hierro ni de lengua.
Esperáis del amor que os colme. Pero el amor no colma nada –ni el hueco que tenéis en la mente, ni ese abismo que tenéis en el corazón. El amor es vacío más que plenitud. El amor es la plenitud del vacío. Es, os lo recuerdo, una cosa incomprensible. Pero aquello que es imposible de comprender es muy simple de vivir. Llega una hora en la que lo que un hombre ha hecho de su vida se derrumba sobre él y lo asfixia. Creías hacer tu vida y he aquí que tu vida te deshace. Es un infortunio como éste el que espera a Francisco de Asís a su vuelta de Palestina.
Alabado seas por nuestra hermana la muerte –aquél que ha escrito esta frase, aquél que tiene corazón para pronunciarla, está, a partir de ese momento, lo más alejado de sí mismo y lo más cercano a todo. Nada más le separa de su amor, porque su amor está en todas partes, hasta en aquella que acaba por quebrantarlo.
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