Señor, amigo de la Vida
Llegamos a noviembre, el noveno mes en el calendario romano, del que todavía conserva el nombre. El undécimo en el nuestro. Mes de paso entre el otoño y el invierno. Lo comenzamos con esos refranes que nos recuerdan que el frío es característico de este mes. “Por todos los Santos, frío en los campos, o nieve en los alto. Por San Andrés, nieve en los pies”.
Es el mes de abrigarse, de cambios de armario cara al invierno, de asar castañas, y de menos horas de luz. Días cortos, oscuros en los que la naturaleza va entrando en un proceso de muerte recordándonos así que ésta forma parte de nuestra vida.
Es el mes de los difuntos y de los santos, del recuerdo de tantas personas que han formado parte de nuestra vida, de quienes nos dieron la vida y nos ayudaron a afrontarla. Al recordarlos no nos quedamos mirando en el cementerio la tumba en la que fueron depositados sus restos, sino que nos abrimos a este misterio que para los creyentes es Dios.
Al igual que el autor del libro bíblico de la Sabiduría en este mes volvemos a recordar que
“Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes, que todo lo creó para que subsistiera, que Dios creó al hombre para la inmortalidad”.
En este mes de menos luz, días más tristes y oscuros, de recuerdos de nuestros seres queridos, me gusta recordar este texto que habla de esperanza. Me gusta recordar que Dios no haya creado la muerte o que la “hermana muerte”, como la llamó Francisco de Asís, no tenga la última palabra. Me gusta creer que Dios nos haya creado para la inmortalidad o que ha puesto en nosotros, en nuestro corazón, una semilla de inmortalidad.
¡Cuántas veces le echamos la culpa a Dios de nuestras desgracias!
¡Cuántas veces pensamos que es Dios quien manda la enfermedad y la muerte!
Son realidades que no entendemos o que nos superan, entre otras cosas porque “son ley de vida”. Nos supera el dolor de todas las personas por una sencilla razón: Porque estamos hechos para la inmortalidad, para la vida eterna, para la vida plena.
Nos cuesta aceptar el dolor porque siempre nos desarma, nos rompe por dentro. Nos cuesta entender que llegue un momento en el que la vida de una persona tenga que apagarse. Nos cuesta entender que en nuestro mundo existan tantas personas con un futuro tan nublado. Nos rebelamos ante ello porque estamos hechos para la vida, para la vida plena, para la vida eterna.
Benjamín Echeverría
Ministro Provincial de Capuchinos de España