Postales desde el oriente ecuatoriano, el desarrollo humano ante un fin de ciclo económico

Todo sistema económico es cíclico. Pienso en ello cuando escucho a los mandatarios arrojarse el éxito en la salida de la crisis o cuando se lanzan acusaciones sobre quién fue más o menos culpable del inicio de la misma. Más allá de las decisiones que embrutecen las caídas o aquellas que suavizan los envites del paro; los ciclos son per se una realidad del sistema económico en el que hemos decidido movernos.

Postales desde el oriente ecuatoriano, el desarrollo humano ante un fin de ciclo económico

Esta ciclotimia es muy aparente en la América Latina actual. Durante la última década el boom del petróleo, cuyo precio medio desde el año 2000 y hasta el 2015 ha rondado los 70 USD/barril, con picos de hasta 120 USD/barril, ha alentado un optimismo global y ha llevado a numerosos gobiernos latinoamericanos ha frotarse las manos y ha revertir la euforia en grandes obras de infraestructura, en el desarrollo de la industrialización, etc. Ahora que estamos en plena depresión, o solamente comenzándola, y los barriles rondan los 30 USD, muchos países de occidente critican esas maneras de nuevos ricos que han obligado a la región andina a actuar más como cigarras que como hormigas derrochando de manera insostenible. Valga decir en su defensa que cuando uno viene de años de depresión resulta imposible no aprovechar la ola para acometer todos aquellos retrasos que se quedaron siempre en la línea de salida para la inversión y que una opción por la contención en el gasto habría desembocado en rápidos y fulminantes golpes de estado (además de que occidente se debería hacer mirar esa vocación por el “consejos vendo para mi no tengo”). Sin querer meternos demasiado a juzgar las posibilidades reales que los países del ALBA han tenido a la hora de decidir sus políticas de inversión o si eso ha tenido una influencia real en el bienestar de la población, sí me gustaría contar brevemente el significado que este último ciclo ha tenido en un lugar como Orellana, en el oriente ecuatoriano, y cuáles son los principales problemas a los que la población se enfrentará en los próximos años.

Hace pocas semanas tuve la oportunidad de regresar al Coca, aquella ciudad que me acogió durante unos años y que ha significado tanto para mi en lo personal y en lo profesional. En Coca desde hace más de sesenta años la misión capuchina trabaja a la par en actividades pastorales y sociales, tomando como preferencia la opción por los más vulnerables, por las minorías indígenas, pero también por los mestizos o colonos (ecuatorianos de otras partes del país que migraron al oriente a partir de la década de 1970) a los que se les habló de el dorado ecuatoriano, pero que nunca llegó a materializarse.

Orellana es una provincia que ha vivido un desarrollo demográfico brutal en la segunda mitad del siglo XX. Con el descubrimiento del petróleo y la constante conflictividad con el Perú, sucesivos gobiernos alentaron las migraciones y la ocupación del territorio oriental. Un país que vivía en la depresión de una economía que no terminaba de despuntar pero que sobretodo, como en la mayor parte de los países latinoamericanos, se definía por la gran inequidad, por las desigualdades brutales que ahogaban a las clases bajas en pobreza y falta de oportunidades. El petróleo cambió el rostro de la amazonia haciendo que una selva que hasta entonces había sido habitada mayormente por indígenas se sometiera al imperio de nuestro modelo de desarrollo. Si uno recupera las cartas de Alejandro Labaka publicadas en la primera edición de Crónica Huaorani, podrá entender la angustia que para la misión ocasionaba ese éxodo mal gestionado, fatalmente planificado, el desorden social que la misión y especialmente Alejandro, fueron capaces de predecir.
La realidad es que desde entonces y con toda la industrialización petrolera que ha vivido el oriente, la selva ha ido cambiando: se han construido vías de comunicación, se poblaron extensiones innumerables de bosque que se destinaron a la producción de madera, a potreros, al cultivo de alimentos, se ha ido implementando un sistema de educación, salud, gobierno, etc. que aunque precario ha ido cubriendo poco a poco las necesidades de la población. Los núcleos urbanos han tomado cada vez mayor protagonismo erigiéndose en referencia comercial y formativa. Los indígenas incluso, que partían de un punto más lejano, se han adaptado medianamente y a su manera a esa realidad.

En los últimos años, con el gobierno de Correa el progreso, entendido desde nuestra óptica de la asimilación del entorno a nuestras necesidades, ha vivido un despunte mayor. La estabilidad política ha permitido rediseñar el modelo de estado, firmar una nueva Constitución que ha puesto en el centro del debate la comunión con los pueblos indígenas, crear un sistema de garantía de derechos para los colectivos vulnerables, descentralizar el estado, abordar macroproyectos de infraestructura, la nacionalización de los hidrocarburos, etc. En Coca todo eso nos llegó y se podría ilustrar con la construcción de un puente de cuatro carriles, colgante, que atravesaba cual ave fénix el río Napo; un nuevo hospital provincial que dicen que es uno de los más lujosos del país, y numerosas infraestructuras escolares llamadas Unidades Educativas del Milenio (¡para gloria de los dioses!) que aparecen como setas cuando uno se adentra por las vías que conectan la maraña de comunidades de la selva.

Pero retomando los ciclos que cual montaña rusa nos hacen explicar el desarrollo económico, ¿qué hacemos ahora después de décadas de boom que han permitido rediseñar la realidad al antojo de la riqueza desmedida, qué hacemos ahora que el horizonte se muestra más nebuloso y el motor da síntomas de asfixia? El petróleo se ha convertido en el principal producto de exportación y el que mantiene una gran parte de la economía del país. Durante años ha supuesto el 30-40 % del PIB. Sin embargo el crudo ecuatoriano es de baja calidad. Requiere de un tratamiento mucho mayor que el de otras partes del mundo. Por poner un ejemplo: REPSOL, que opera el Bloque 16 en Orellana, requiere sacar 95 barriles de agua sucia para extraer 5 barriles de petróleo. Y con ese 95% hay que desarrollar toda una tecnología de lavado y reinyección. Por no hablar de las innumerables medidas de tipo ambiental y social que exige operar un bloque en pleno parque nacional y a pocos kilómetros de lugares “intangibles” donde habitan pueblos en aislamiento.

Con esta realidad de bajada de precios y de complejidad en la extracción la mayor parte de los negocios que antaño se mostraban lucrativos ahora se tornan innecesarios y costosos. No hay más que ver la bajísima producción del aclamado bloque 31, la opacidad en torno al futuro del tan machacado ITT, y los nuevos contratos que se están firmando saltándose numerosas leyes y normas con empresas como la estatal bielorrusa para operar con bajas medidas de precaución sobre el impacto socioambiental de las operaciones. Pareciera que ya todo vale con tal de exprimirle los últimos dólares al ya famélico subsuelo tropical.

Volviendo a mi viaje al Coca… todo reencuentro está cargado de emotividad, volver a comer en los puestos callejeros que recuerdas con predilección, revisitar las caras conocidas y descubrir el desarrollo de los proyectos que uno vio nacer o que incluso trató de impulsar en alguno de sus puntos. Pero en este caso el Coca me ha regalado además de cariño una llamada de auxilio. Esa Orellana postpetrolera de la que tanto hablábamos ya ha llegado. Y eso no significa que mañana dejarán de extraer petróleo. Los grandes cambios son siempre lentos y quizá ahora estemos viviendo solamente el primer golpe. El problema es que este primero está siendo duro, de los que tocan en hueso.

Estuvimos visitando las comunidades de la vía Auca, recorrimos los 120 kilómetros que se adentran en la selva hasta llegar al río Shiripuno y rozar esa Zona Intangible que tanto nos ha hecho trabajar. El puente de cuatro carriles que sale del Coca sigue ahí, majestuoso aunque ya no tanto, ahora las luces de neón que le pusieron para la inauguración ven mermados sus colores noche tras noche y ya no hay dinero para cambiar las que se fundieron. El absurdo del puente que tanto criticamos algunos se hace más evidente ahora que ya no hay dinero para pavimentar los numerosos deslaves del terreno que generan agujeros y escalones en la vía. Además, el flujo de camiones ha descendido drásticamente al tiempo que los campos de petróleo se van cerrando o van disminuyendo en producción. Tenemos ahora un puente deluxe para llegar a una carretera subcomarcal y a cada riachuelo que cruzamos debemos disminuir la velocidad para apuntar bien en los improvisados puentes hechos con deshechos de la industria petrolera.

El paisaje de las fincas desde el coche es desolador. Muchas ya remontadas por la selva después de que sus dueños se hayan regresado a sus tierras de origen en Quevedo, Loja, Portoviejo, Guayas. La Junta Parroquial de Dayuma que antaño iba a ser la punta de lanza del desarrollo de la población rural se descascarilla porque ya apenas hay para echarle una mano de pintura. La población se sienta de nuevo en los arcenes de la carretera a ver pasar el turno… los mismos autobuses con ruidos de motor cada vez más estridentes.

En Coca el hospital ya funciona, por fin después de muchos años. Y sería faltar a la verdad decir que no ha mejorado el servicio de salud. En el hospital antiguo funciona ahora un subcentro de atención pediátrica, un lujo si nos retrotraemos diez años atrás. Pero hay problemas básicos que siguen sin afrontarse. No hay especialistas, los quirófanos siguen vacíos, las derivaciones a Quito ante cualquier mínima complicación siguen siendo diarias… En el imaginario nacional el Coca sigue siendo una ciudad de frontera a la que nadie quiere ir a trabajar. No hay más que ver las estadísticas de la casa de enfermos que el Vicariato de Aguarico tiene en Quito para albergar a enfermos sin recursos que tienen que viajar para hacer algún tratamiento de larga duración: desde que se abrió el flamante nuevo hospital en Coca las estancias en la casa en Quito han aumentado.

Y esas Unidades del Milenio que costaron decenas de millones siguen como monumentos a la modernización de un país que lo intentó pero todavía no pudo. Ahora los alumnos tienen pupitres último modelo pero los profesores siguen siendo los mismos, aquellos en quien nadie confía, aquellos mal pagados profesionales que no pudieron optar a la promoción en una región en la que promocionar significa hacer las maletas y marcharse sin mirar atrás.

El Coca es ahora una ciudad más tranquila, menos bulliciosa. En cada cuadra encuentras carteles de “se arrienda cuarto”, negocios cerrados con un “se traspasa”. Se antoja menos atractiva para las gentes de las comunidades y algunos de sus habitantes ya se marcharon a la sierra o a la costa a reemprender otros negocios. Se respira incertidumbre, la de quien lo apostó todo al negro y ve como la bola está dudando en si meterse a una casilla de color rojo.

La mirada de un visitante, ya no soy más que eso quizá nunca fui otra cosa, es seguramente más melodramática que la de quien vive el día a día. Sobretodo si el Coca sigue siendo ese lugar de frontera que tanto me cautivó y ante el que no soy imparcial. Posiblemente habrá que esperar a que la caída del ciclo no sea tan pronunciada como se deja entrever desde la cima y sobretodo esperar a que llegue una próxima subida que renueve proyectos y que retome los ya iniciados. Pero cuando me subía al avión de vuelta a España repasaba los rostros de aquellas gentes a las que tanto quiero y admiro. Son rostros marcados por una historia de desamparo social, por quienes han aprendido a vivir en la indefensión, en el quiero y no puedo. Parece que su ciclo vital está condenado a viajar a la par de los grandes ciclos económicos, pero en su caso se traduce en desesperanza, en falta de oportunidades, en permitirles arañar la meta sin dejarles saborearla del todo. Eso sí, yo suspiro de alivio al darme cuenta que mi viaje es de nuevo de ida y vuelta aunque a pesar de lo que pone en el billete de Iberia la ida es regreso y la vuelta partida.

Xabier Parra Berrade

(SERvicio CApuchino para el DEsarrollo) 
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