El 21 de julio de 1987, el obispo capuchino Alejandro Labaka y la hermana Inés Arango, dos misioneros en la Amazonia ecuatoriana, fueron matados por las lanzas de los nativos huaorani. Frente a la explotación de los recursos naturales de parte de las grandes compañías petroleras, el obispo había priorizado la vida de las personas y defendido con coraje los derechos de las minorías indígenas. Paradógicamente, estos, que se sentían acorralados, mataron a los dos misioneros que les ofrecían su apoyo.
Durante 25 años se dedicó al acercamiento con los Huaorani (o aucas), aprendiendo a vestir, a comer, a vivir como ellos y a hablar su lengua, el huao. Llegó a ser conocido y querido por todos los grupos Huaorani, todos menos uno: los Tagaeri, tribu irreductible que jamás había aceptado la intromisión de nadie en su territorio, que poco a poco se había visto acorralada y con menos territorio debido al trabajo de explotación de las compañías petrolíferas en la selva amazónica ecuatoriana.
Precisamente por ello, monseñor Labaka se obsesionaba por compartir y ser aceptado por ellos.
Además, realizó un trabajo de denuncia contra las compañías, instituciones y gobierno, constantemente cuestionados, en defensa de la vida y la cultura de los pueblos amazónicos.
En junio de 1987, un mes antes del asesinato-martirio el él y de la hermana Inés, pasan varios días conviviendo con otros grupos Huaorani «para mantener los lazos de amistad». El 10 y 11 de julio vuelan sobre la casa Tagaeri descubierta poco antes, pero no encuentran a nadie. El día 17, después de arrojar unos regalos, encuentran a un grupo de ellos.
Escribe: «Regresamos felices con los primeros signos de buena acogida». Resolvió poner en peligro su vida como único medio para defender la vida del grupo indígena de los tagaeri. Su plan sería convencerles de que cambiaran de lugar para evitar su exterminio.
Así, el 21 de julio, desde un helicóptero alquilado, logra bajar junto a la hermana Inés, en un claro del bosque, hacia el sur de Coca.
El helicóptero debía volver una hora más tarde, pero se perdió en la selva, así que volvió al día siguiente. No encontraron a nadie, sólo divisaron los cadáveres delante de la casa...
El misionero aragonés Javier Aznárez, sacerdote y médico, preparó los cadáveres y dijo que contó 160 orificios en el cuerpo de monseñor y 67 en el de la madre Inés. Lo que les hicieron no puede llamarse crueldad, aunque pueda parecerlo. Son ritos de los huaos, difícilmente explicables, donde participan hombres y niños, como si mataran a un jabalí.
Así fue todo: un día bajaron ambos en un claro de la selva, donde los indígenas estaban protegidos. Monseñor desciende primero y se despoja de sus ropas. Inés guarda en un bolsillo el paño que cubría su cabeza y se quita los zapatos. El helicóptero se aleja. Al día siguiente, al amanecer, monseñor yace sobre el tronco de un árbol derribado, con ochenta y cuatro lanzas taladrándole el cuerpo... y cerca de otros ochenta orificios en el cuerpo. Ella está sentada en la entrada de la casa de los indios, con veintiuna lanzas en su carne, los hombros desencajados, los ojos en dirección al cadáver del obispo, la boca entreabierta.
Hágase, Señor, tu voluntad. Alejandro quería de verdad a los indígenas y ese amor fue tan grande como para llevarle a dar la vida por ellos. Siempre fue consciente del peligro de vida que implicaba esta difícil misión.
En 1965, su presencia en el Concilio Vaticano II le pareció circunstancia privilegiada y providencial para presentar a Pablo VI, con toda confianza, los temores que había manifestado a los superiores de la comunidad: «Tengo en la prefectura grupos esquivos y salvajes, conocidos con el nombre de aucas, que matan a los que entran en sus dominios y hacen también incursiones hacia las partes civilizadas donde siembran el terror con sus muertes». Quiso que el Papa se pronunciara sobre este acercamiento difícil y peligroso...
Con carta de la secretaría de Estado se le contestó que su iniciativa respondía al «bien del Evangelio», pero lo que más significó para él fueron las palabras de Pablo VI en noviembre del 65: con una alentadora sonrisa le dijo «¡Ánimo, ánimo!» refiriéndose a su trabajo con los Huaorani. Estaba poniendo sobre el tapete la cuestión de qué es más importante, qué es prioritario: la vida de unas personas o la explotación de unos recursos naturales.
Para monseñor fue de absoluta prioridad la vida de los indígenas. Muere como Huaorani, en defensa de los Huaorani, matado por los Huaorani, tendido como enemigo, confundido con sus enemigos..